31 marzo 2008

AtaralaratA nº 2, mayo 2004

Ceratia hembra
Jean Rostand

Los días y las noches de Joaquín Sabina
Fernando Mayorga

A través del espejo
Daniel Samper Pizano

Los palíndromos de Turi
Eduardo Torrico

"Un occidental desesperado es como un personaje de Dostoievsky con cuenta en el banco"
Conversación con E.M. Cioran

El estilo literario y las prácticas profanas de los postmodernistas
H.C.F. Mansilla

El aleph erótico
Ramón Rocha Monroy

Fragmentos de un diccionario de filosofía en clave escéptica
Mauricio Gil

En lo profundo de mi corazón
Boris Vian

Bestiario de amor

Ceratia hembra

Jean Rostand


El caso del pez ceratia —una especie de rape— es tal vez el más aberrante de todos. Unas quince o veinte veces más pequeño que la hembra (que mide cerca de un metro de largo), el joven macho ceratia se fija en los flancos o en la frente de ella, la muerde, y esta mordedura va a decidir su porvenir. En adelante, como si hubiera caído en una trampa, jamás podrá desprenderse de su compañera, sus labios se habrán soldado, injertado en la carne ajena. No se podrá separar de ella, a no ser que arranque sus tejidos fusionados. Su boca, sus maxilares, sus dientes, su tubo digestivo, sus agallas, sus aletas y hasta su corazón van experimentando una degeneración progresiva. Reducido a una existencia parasitaria, no tardará en ser más que una especie de testículo disfrazado de pez diminuto, cuyo funcionamiento incluso será regido por el estado hormonal de la hembra, quien se comunica con él a través de los vasos sanguíneos.
Una hembra ceratia puede llevar encima hasta tres o cuatro de estos machos pigmeos.
Los palíndromos de Turi

Eduardo Torrico




SE VA LO SÉ, VIVES O LA VES


a Ely
soñá soledad, acaso sacada de los años




sonríe reír, ríe reírnos


A LA MODA, DÓMALA



NI A CABALLO FOLLABA CAÍN


si a más,
a dos...
eso das...
amáis


SÉ VIVO
SÉ OTRO
CORTO ESO
VIVES



sé viva
sé otra
¿harto esa
vives?




a Eduardo Mitre
OS REVERTIMOS ESO, MITRE: VERSO





a Coco Mayorga
SÍ, ERA YO. RÍE.
ACÁ ERA PESSOA
Y YA OS SEPARÉ
A CAEIRO Y A REIS




a Emile
¿ALÓ... ZOLA?
¿OYÓ SU CASO?
LOS ACUSO YO
¿ALÓ...ZOLA?



ES AL CAER COMO CREA CLASE



a Julio Cortázar
A CORTÁZAR, AL ARTE,
LA NUEVA LLAVE:
UNA LETRA LA RAZA TROCA



EVO NO VE,
LEYÓ DE LA COCA COLA,
LOCA COCA LE DOY,
EL EVO NO VE




yo soy amor,
enero: mayo soy
Fragmentos de un diccionario de filosofía en clave escéptica

Mauricio Gil


Amo, luego no existo. Última y definitiva refutación del principio cartesiano (cogito, ergo sum), ideada por un filósofo anónimo cochabambino de principios del siglo XXI. Se considera una contra-intuición basada en la dolorosa experiencia de disolución del propio yo en casos de amor desaforado. El marxismo interpreta el fenómeno en un sentido no metafísico, como una forma de la alineación, aquella por la cual se pierde uno a sí mismo por efectos de la dominación mágica de un(a) dios(a) mortal. En este sentido, se trata de un fenómeno no privativo del capitalismo.

Fin de la historia. Se puede interpretar en el sentido performativo de “se acabó nena, ya no va más” (cf. J.L Austin, How to Do Things with Words). Fukuyama, en cambio, usa la expresión para sugerir, no el fin de los tiempos, sino el postulado político de que no hay mejor forma de gobierno que la democracia liberal. (La especie ya habría experimentado todo lo que se puede experimentar, y de ello podría concluir qué es lo mejor y qué lo peor; cualquier alternativa “nueva” a la democracia liberal sería en realidad un retroceso, cualquier nuevo experimento, una repetición). Esta manera de entender el fin de la historia es hegeliana; antihegeliana, en cambio, es la de J.-F. Lyotard, para quien la “nena” sería la modernidad.

Fusible. Definición contemporánea del artista (cf. Charly García, “Correte Beethoven”). El artista se quema haciendo experiencias extremas que los otros miembros de la sociedad no podrían soportar. Con ello permite al resto acceder a las corrientes extremas de la vida de manera indirecta. La sociedad, no obstante, suele portarse mal agradecida o indiferente. Ignora que sin artistas mal podría sobrevivir en un mundo de altas tensiones.

Modus Tollens. Regla de inferencia que establece que “si p entonces q, y no q, entonces no p”. La célebre frase de Dostoievski, “Si Dios no existe, todo está permitido”, esconde un impecable Modus Tollens. Si cínica y valerosamente se sostiene que todo está permitido, de ello no se infiere nada. Si con sabiduría práctica, en cambio, se admite que no todo está permitido, entonces, luminosa, esperanzadoramente, se infiere que Dios sí existe.

Monada. Con acento ortográfico en la tercera sílaba (mónada), utilizó Leibniz el término para referirse a las unidades sustanciales del mundo (de carácter mental o espiritual, inextensas, capaces de percepción y deseo, autosuficientes). En sentido más profundo y verificable (sin tilde), es cada una de las gracias de la nena de tus sueños que te provoca la certeza de que la vida tiene algún sentido o, al menos, de que merece la pena ser vivida.

Paja mental. Elucubración de razonamientos sublimes para uso solamente personal. Suele estar asociada a una concepción mezquina del conocimiento (mi saber lo reservo para mí) o a ciertos problemas de comunicación (incapacidad de ser claro o quedarse callado). Puede ser deliberada o involuntaria, pero en ambos casos igualmente inútil.

Platonizar. Renunciar, por x o z, a la cópula y resignarse a los placeres del diálogo puramente intelectual. El verbo fue inventado por Borges, aunque con seguridad se usó antes. La definición se infiere de lo que dijo su amigo Bioy Casares: que “la cópula es el más apasionado de los diálogos”. En sentido corriente se utiliza para referir la acción de intuir las ideas platónicas. Lo que no se sabe es si esto último tiene que ver o no con lo primero. Las escuelas filosóficas divergen a causa de ello. Platón sostuvo en algunos diálogos que lo primero (renunciar a la cópula) es conditio sine qua non de lo segundo (intuir las ideas). Algunos neoplatónicos cochabambinos, en cambio, afirman lo contrario, esto es, que lo primero anula la posibilidad de lo segundo. No se debe confundir con “amor platónico”, que, aparte de ser un sustantivo y no un verbo, sólo significa el amor inalcanzable o, peor aún, el amor sin deseo.

Preferiría tu sonrisa a toda la verdad. Versión pop-rock (Fito Paez) de un antiguo principio de la filosofía vitalista. En su forma trivial es común entre enamorados de vocación filosófica débil o nula.

Vanidad. Error no sólo ético sino estético (o sea, es fea la vanidad, o al menos chinchosa). Se instala con facilidad sobre todo en la literatura –como si el vehículo de la vanidad (que no suele ir a pie) fuese eminentemente la palabra. Según Borges, en efecto, la vanidad es el principal defecto de la literatura actual. Extrañamente, los escritores y artistas varones-heterosexuales son más vanidosos que las reinas de belleza o las modelos top. Éstas, salvo algún defecto neuronal grave, intuyen que su belleza es transitoria; aquellos, en cambio, piensan que su genio es inmortal. Esto no vale para las escritoras y artistas mujeres u homosexuales que, quién sabe por qué, rara vez incurren en este error estético y moral. No debe confundirse con soberbia (cf. Jaime Saenz, Vidas y muertes).
Los días y las noches de Joaquín Sabina

Fernando Mayorga


Por culpa de los medios de comunicación y su desviacionismo mercantilista, por culpa de los “diyéi” que nos azotan con su mal gusto, por los “klásicos” y la moda, por culpa de los trufis que nos apabullan con sus neocumbias, por culpa de Julio Iglesias y su prole o de Ricardo Arjona y su labia, que han provocado un mal casi irremediable en la estética de la canción romántica. Por culpa de ellos, obras y autores que merecen estar en todas las mentes y en todos los corazones aparecen como actos y seres marginales en el gusto y la vida de las gentes. Tal ocurre con Joaquín Sabina, ese trovador español que agita tormentas en el alma, que atormenta corazones, que ilumina el lado oscuro de la luna solamente para hacernos dar cuenta que la miseria humana convive con el sentimiento, que el amor no es una entelequia ni una etiqueta, que es dicha efímera y es lucha cotidiana; que en el juego de la vida perder es moneda corriente y que tal vez por eso vale el desafío de enfrentar su desabrido reto. Así, sin contemplaciones, Joaquín Sabina juega con la soledad y la melancolía en dosis precisas y capaces de convertir en veneno la fruta prohibida, aquello que los mortales buscamos como elixir de la felicidad. Felicidad, palabra vana, en la boca de Sabina es, también, búsqueda incesante de una meta que se convierte en polvo cuando es alcanzada por nuestras manos.

Este flaco y esperpéntico español que en el juego de espejismos y malabarismos que es la existencia —búsqueda de identidad y de exacta comunión con los otros—, es capaz de preferir al “pirata cojo con cara de malo, con parche en el ojo, con pata de palo” entre todos los truhanes de la noche y sus sombras. Este bohemio fumatérico que cuando busca su amor perdido en el mismo bar de la esquina del otro verano y sólo encuentra una sucursal bancaria se queda cantando “y nos dieron las diez y las once y las doce y la una y las dos y las tres...” como nostalgia de lo que nunca ocurrió. Este trovador que vive en la Calle Melancolía y siempre pierde el tranvía que conduce al barrio de la Alegría. Este ñato que farrea con la Chavela Vargas y le canta como nadie le cantó mientras se recogían una noche por el Boulevard de los Sueños Rotos. Este hermano que le dice a Joan Manuel Serrat que es su hermano, a los policías que son unos “pinches cabrones”, a Pinochet que es un ancianito desalmado y a los mexicanos que su país le atormenta.

Este tipo se me apareció una noche —me acuerdo, era el primer viernes del mes de febrero de hacen ya cuatro años y no tenía k´oa para ceremoniar el acontecimiento— entrando y saliendo a la pista de un teatro en la ciudad de México, vestido de negro, como siempre, y disfrazado de mimo, como nunca. Se apareció en un escenario con pinta de estación local de tren —remedando la estación de Atocha, su preferida, aquella del fatídico 11-M en Madrid y que tanto nos duele— y con un ángel con traza de moneda rota esperando en el andén, a presentar, entre otras cosas, aquel que es uno de sus mejores discos: 19 días y 500 noches. Desde entonces, no he dejado de canturrearlo, porque cantar yo, ni madres.

¿Cuál es el secreto de Joaquín Sabina? Quizá manejar diversos registros musicales y combinar variados ritmos, sin perder su aire flamenco y su apego al rock-and-roll. De ahí su homenaje a los Rolling Stones y su Satisfaction cuando termina de alabar a la Magdalena como “la más señora de todas las putas y la más puta de todas las señoras” porque se fue con el hijo del señor y ni siquiera le cobró. O será tal vez su fortaleza para aferrarse a una época dorada que existe sólo en su talante y le hace decir que a sus “cuarenta y diez” ni piensa en morirse, al punto de precisar que “el traje de madera que estrenaré no está ni siquiera plantado”. O cuando alcanza contornos celebratorios y desdichados —de intensidad análoga— al avisarnos que se encontró con un amigo que la vio “donde habita el olvido”, a la que se fue un amanecer sin decir “llámame un día”, mientras él se lamenta por “no saber decir: te necesito”.

Donde Habita el Olvido, allí nos manda Sabina, a escuchar sus canciones y a entonar sus letras. En compañía, siempre, de la melancolía, ese sentimiento que inunda el bolero, que presagia el tango y que bordea el pañuelo de la cueca. Por suerte, para nosotros, termina ese disco con una invocación a la subversión, con un presagio de que es posible vivir sin la mentira ni la cobardía, pero tampoco en el ensueño ni la utopía. Es la vida, pues, un presagio, un deseo, un cumpleaños que no termina. Como dice la canción con aire mexicano que tiene el nombre estrambótico e irónico de “Noche de bodas”.

Cada vez que escucho una vieja canción de Sabina y una nueva pieza de Joaquín me invade la desazón y el arrebato en proporciones parecidas. Ambos —desazón y arrebato— afectan directo al corazón, tal vez por eso espero vanamente que alguna vez le ponga música y verso a un Manual Para Vivir Sin el Corazón Partido que da vueltas en mis labios cuando la luna se oculta detrás de las nubes. “Peor para el sol”, diría este oníricoclasta, vendedor de desilusiones, hermano del alma, demonio sin sombra que se oculta en un agujerito, allí donde nuestras almas comparten locuras y aflicciones en igual medida que él combina(ba) alcohol y poesía cuando de cantar se trata.

30 enero 2008

AtaralaratA nº 1, abril 2004

Filosofía y literatura latinoamericanas
Luis H. Antezana

Fenomenología de las (falsas) rubias
Jorge Komadina

La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua
Conversaciones con José Lezama Lima

La múltiple y multiforme imaginación de Julio Cortázar
Saúl Yurkievich

El Ramón y el Ojo
Ramón Rocha Monroy

Las Palabras
Antonio Mayorga Ugarte

Mi Nueva York, entre símbolos de postal y sus rincones secretos
Edmundo Paz Soldán

El jardín de las delicias

Las palabras
Antonio Mayorga Ugarte


Las palabras nadan en las aguas negras del deseo y de la memoria. Celebratorias y ruinosas, de vez en vez, nos salvan del silencio y nos ahondan en la desdicha. Como una otra forma de la embriaguez, en horas alargadas hasta el hastío, nos fijan, un instante tras otro, al envés de las cosas del mundo: al centro de su piel más profunda. Son fugaces cuando hacen el amor y permanecen tenaces cuando la ausencia de algo, de alguien, ya no cesa más. Rivalizan con la potestad de los cuerpos y se mofan de los tristes artilugios de la razón. Abren el día y cierran la noche; los estacan en el tiempo para siempre. Sin espejar verdad alguna, son sólo la sombra de lo que deja la voluntad, la conciencia y la enorme perplejidad de ser. Tejen la vida colectiva y la mía; allá donde antes no había sino un gregarismo torpe y difuso, allí donde me duplico en un espectro. Nos preexisten y están después de nosotros. Establecen el acto, haciendo y rehaciendo lo que antes no era ni estaba. Son un puente hacia el otro y son la celada que prepara su ruina. Hechas de la materia del juego, nos otorgan el simulacro de la perpetuidad para darnos luego el destino de lo definitivo. Comúnmente se ponen tristes con el alcohol y al paso de la resaca convierten, crispadas, el caos en cosmos. Orillando lo inefable gozan diciendo lo indecible, crean el instante siempre en fuga y cercan torpemente el silencio. Son artificios que vigilan a la vera del camino nuestro caminar sin mapas ni rumbo. Como un líquido elemental y candente marcan un territorio cuya vastedad sólo el sueño o la pesadilla alcanzan a cubrir. Cuando amables, preparan un destino común: son la mesa que junta y abraza a los pares, cual presagio de una fiesta sin fin que otorga la dicha de pertenecer y pertenecerse. Preceden y prosiguen a la cópula y a la separación de los cuerpos. Al decir el encuentro amoroso y al nombrar los espejos finalmente quebrados, dan alas y dan cruz al júbilo. Suelen ser, por tanto, de cuidado. En ellas puede asomarse una sed de sangre: el cuchillazo en la frente del otro, el puñal en las entrañas de uno. Y, al fin y al cabo, son las que se dicen una a una todos los días y son las que se callan para siempre.

"La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua"

Conversaciones con José Lezama Lima

¿Cuándo comenzó a escribir? ¿Cuándo decidió dedicarse a la poesía?

En realidad, empecé muy joven, después viendo las dificultades de publicación me dediqué a hacer revistas para ir publicando mis cosas. A mí nunca me ha interesado publicar sino hacer, como aquel noble inglés que escribía sus poemas en papel de cigarrillos y después se los fumaba y exclamaba: lo interesante es crearlos. Uno nunca se dedica a la poesía. La poesía es algo más misterioso que una dedicación, pues yo le puedo decir a ud. que cuando mi padre murió yo tenía 8 años, y esa ausencia me hizo hipersensible a la presencia de una imagen. Ese hecho fue para mí una conmoción tan grande que desde muy niño ya pude percibir que era muy sensible a lo que estaba y no estaba, a lo visible y a lo invisible. Yo siempre esperaba algo, pero si no sucedía nada entonces percibía que mi espera era perfecta y que ese espacio vacío, esa pausa inexorable tenía yo que llenarla con lo que al paso del tiempo fue la imagen. Por eso la poesía ha sido en mí siempre vivencial, alrededor de una pausa, de un murmullo, se iba formando la novela imagen, yo iba reconstruyendo por la imagen los restos de planetas perdidos, de zumbidos indescifrables.

Usted es un escritor múltiple, en el sentido que se expresa a través de la poesía, la narrativa y el ensayo. ¿De qué modo siente usted la necesidad de esta diversidad expresiva?

Primero hice poesía, después la poesía me reveló la cantidad hechizada. Mis ensayos intentaban tocar esa extensión, esa resistencia. Cinco letras del alfabeto, invencionadas por un poeta, tienen significado distinto, todos mis ensayos giran en torno de ese retador desconocido. Mis ensayos relatan la hipóstasis de la poesía en lo que he llamado las eras imaginarias. En la novela percibo el contrapunto del hombre, sus infinitos entrelazamientos, que son sus infinitas posibilidades. Esa diversidad se manifiesta en un ritmo penetrante o cifrado si es poesía; en el cuerpo que forma un ritmo extensivo reconstituible o cifra (ensayos). Y el sujeto en su contracifra (novela).

¿Cómo definiría la poesía?

En una ocasión dije que la poesía era un caracol nocturno en un rectángulo de agua, pero desde luego, se le ve la raíz irónica a esa no definición, es decir, un caracol nocturno no se diferencia gran cosa de uno diurno y un rectángulo de agua es algo tan ilusorio como una aporía heléatica, pero antes que todo, no para definir la poesía que no lo necesita, sino para acercársele, como yo he hecho en varias ocasiones, hay que hablar de la poesía, del poeta y del poema. La poesía actuando en la historia ni siquiera necesita nombrar su ejecutor, un poeta. El poema es un cuerpo resistente frente al tiempo y el poeta es el guardián de la semilla, de la posibilidad, del potens. Eso lo sacraliza, es el hombre que cuida un germen, nada menos que la semilla del potens, de la infinita posibilidad. Todos mis ensayos sobre poesía le dan la vuelta a estos temas y ellos como planetas le siguen dando vueltas a la poesía.

Siendo esencialmente poeta, ¿qué lo llevó a la novela?

En un momento dado todo poeta empieza a sentir el peso de sus visiones y su poema se convierte en una sala de baile, en un escaparate mágico. Se verifican laberintos, enlaces, y el poema organizado como una resistencia frente al tiempo se convierte en un arca que fluye sobre las aguas con todos los secretos de la naturaleza. El arca llega a una isla desierta, allí se encuentra a un almirante náufrago que dialoga incesantemente con una gallina que tiene un ojo de vidrio. En fin, la novela. En realidad, en Esopo, en Homero, en las teogonías de Valmiki, en los cronistas de las Indias la novela formó parte de la poesía. La simple acción del hombre se ha vuelto demasiado soterrada, continúa arando en el sueño y ya no se pueden hacer novelas a base de caracteres, tipos, situaciones, asunto, porque, un intramundo, una entrevisión, un entreoído ha ocupado los espacios clasificados.

¿Cómo definiría su estilo?

No pensaba que se me hiciera esa pregunta y tampoco debo desconcertarme ante ella, porque es una pregunta inevitable que en cualquier momento puede surgir. ¿Tengo yo un estilo? ¿Se me puede considerar un escritor que tenga un estilo? Lo que me ha interesado siempre es penetrar en el mundo oscuro que me rodea. No sé si lo he logrado con o sin estilo, pero lo cierto es que uno de los escritores que me son más caros decía que el triunfo del estilo es no tenerlo. El estilo se forma como una de las resistencias del tiempo frente a un escritor. No sé si tengo un estilo; el mío es muy despedazado, fragmentario: pero en definitiva procuro trocarlo, ante mis recursos de expresión, en un aguijón procreador.

¿Cómo definiría su obra?

No me atrevería a definirla, sería tal vez detenerla. Toda definición es un conjuro negativo.
Definir es cenizar.

A través de toda su obra es posible observar una constante, una suerte de metafísica que le da su configuración más honda. ¿Está usted de acuerdo con esta afirmación? ¿Por qué?

Tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué metafísica y cómo penetra en mi obra. Al llegar a mi madurez se fue haciendo en mí el sistema poético del mundo, una concepción de la vida fundamental en la imagen y en la metáfora. Me pareció adivinar en cada poema una vida que se diversificaba, que alcanzaba infinitas proliferaciones, entrelazamientos, conversaciones y silencios. Los enlaces y las pausas se corporizaban, , las palabras al trepar sobre las palabras esbozaban figuras, me parecía que las imágenes enmascaradas querían revelar su secreto al final del baile. Nadie veía en el momento en que mostraba en el rocío un rostro incomparable, por un azar concurrente se me regalaba ese deslumbramiento. El azar se empareja en la metáfora, prosigue en la imagen, el contrapunto que hace visible esa concurrencia en la novela.

Mi metafísica, si es que eso existe, no busca la razón ni la dialéctica, sino la imagen y el ritmo de esclarecimiento. Un corsi e ricorsi entre el apetito y la repugnancia, es mi metafísica, pero en general, prefiero hablar de la imagen y de su punto de partida, usando la frase de Tertuliano: es cierto porque es imposible. El sistema poético no pretende tener ni aplicación ni inmediatez. No aclara, no oscurece, no se derivan de él obras, no hace novelas, no hace poesía. Es, está, respira. Lo mismo repasa una superficie muy pulimentada, sigue en una ballena, pone huevos de tortuga en el espacio vacío. Lo que pretendo es un hechizamiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte.

¿Cuáles son sus autores y lecturas predilectas?

Yo leo en la poesía y después procuro descifrar. A veces, cuando menos me he preparado para esa lectura, llega y me dice ¿No es cierto que estoy invitada? De pronto, comprendo que es cierto y comienzo a leer en la poesía. Hasta donde yo me puedo abarcar, no puedo afirmar que estaba preparado para esa recepción. Descifro el aviso y me pongo en marcha. Hasta donde he podido caminar en la poesía, he comprendido. Después ha vuelto de nuevo la oscuridad, la que produce una visita, la que me deja una imagen. Sin tener tregua y oyendo: sé que me estaba esperando.

Creí que era una burla, pero me hacía creer que estaba secretamente protegido en la espera. También me hacía creer que el tiempo era un espacio en la luz. Lo que ha aumentado mi voracidad dentro de la poesía --desde los himnos de Orfeo hasta los conjuros de Proust para reactuar contra el tiempo, desde los cronistas de Indias hasta José Martí-- es un laberinto elaborado por la araña en la espera de una visitación. Lo que más admiro es lo que he llamado la cantidad hechizada, con la que se logra la sobrenaturaleza, por ejemplo, la visita de Don Quijote a la casa de los duques. Lo que me gusta y sorprende son las inauditas tangencias del mundo de los sentidos, lo que he llamado la vivencia oblicua, cuando el timbre telefónico me causa la misma sensación que la contemplación de un pulpo en una jarra minoana. O cuando leo el Libro de los Muertos, donde aparece la grandeza egipcia en su mayor esplendor poético, que los moradores subterráneos saborean pasteles de azafrán, y leo después en el diario de Martí, en las páginas finales cuando pide un jarro hervido en dulce con hojas de higo.

En relación directa con la pregunta, cada día me parece más rechazable la particularización nominal en simple desfile enumerativo.

¿Lo que más admiro de un escritor? Que maneje fuerza que lo arrebaten, que parezca que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y que por la noche sea milenario. Que le guste la granada que nunca ha probado y que le guste la guayaba que prueba todos los días.
Hablemos de su método de trabajo

Yo no tengo método de trabajo. Escribo cuando tengo apetito para expresarme, para configurar, para penetrar en el coto desconocido. Pero generalmente trabajo en el crepúsculo, y a veces a la medianoche cuando el asma no me deja dormir y entonces decido irme a una segunda noche y comenzar a verme las manos penetrando en el hálito de la palabra. Pudiéramos decir que el método cubano de trabajo intelectual es la suma de poquedades. Todos los días se escribe un poco, con apetito, con gusto, con voracidad verbal, y al cabo de un año nos asombramos que la caja donde antes cabía el sombrero gigante de la abuela está llena de signos aljamiados, con gran sorpresa nos acercamos y es nuestra letra. Siempre he visto que los que ponen en marcha para hacer de un solo rasponazo una obra no van bien con el estilo cubano, y a los que dicen que esperan a su madurez para escribir sus memorias, les llega primero la afasia del primer lóbulo frontal y la pérdida total de la memoria. Claro, haga todos los días una poquedad escrituraria, pero no mortifique, no esté con esa poquedad fastidiando a sus mejores amigos, no les lea en la vida, no se desate, no sea terribilia con los pobres seres que vienen a acompañarlo en la vida de todos los días.

¿Y el asma?

El médico me ha dicho que se debe a un hongus focus, un hongo que vive en el aire. Yo, en cambio vivo como los suicidas, me sumerjo en la muerte y al despertar me entrego a los placeres de la resurrección. Mi asma llega hasta mí en dos ondas: primero, desaparece por debajo del mar, y luego arriba al gran acuario donde todos los peces saborean el mundo.

Yo también soy como un pez: a falta de bronquios respiro con mis branquias. Me consuela pensar en la infinita cofradía de grandes asmáticos que me ha precedido. Séneca fue el primero. Proust, que es de los últimos, moría tres veces cada noche para entregarse en las mañanas al disfrute de la vida. Yo mismo soy el asma, porque a la disnea de la enfermedad he sumado también la disnea de la inmovilidad. Aquí estoy, en mi sillón, condenado a la quietud, ya peregrino inmóvil para siempre. Mi único carruaje es la imaginación pero no a secas: la mía tiene ojos de lince. Son ya pocos los años que me quedan para sentir el terrible encontronazo del más allá. Pero a todo sobreviví, y he de sobrevivir también a la muerte. Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso. Y si alguno piensa que exagero, quedará preso de los desastres del demonio y de los círculos infernales.

Pero, la inmovilidad y los viajes

Es que hay viajes más espléndidos: los que un hombre puede intentar por los corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parques y librerías. ¿Para qué tomar en cuenta los medios de transporte? Pienso en los aviones, donde los viajeros caminan sólo de proa a popa: eso no es viajar. El viaje es apenas un movimiento de la imaginación. El viaje es reconocer, reconocerse, es la pérdida de la niñez y la admisión de la madurez. Goethe y Proust, esos hombres de inmensa inmensidad, no viajaron casi nunca. La imago era su navío. Yo también: casi nunca he salido de La Habana. Admito dos razones: a cada salida empeoraban mis bronquios; y además, en el centro de todo viaje ha flotado siempre el recuerdo de la muerte de mi padre. Gide ha dicho que toda travesía es un pregusto de la muerte, una anticipación del fin.

Yo no viajo: por eso resucito.


¿Cómo ha concebido usted la amistad?

Toda amistad, se me presentó como una forma de la devoración. Al salir hacia el mundo yo comenzaba a verme, a verificarme en los demás.

¿Cuál es su concepción del tiempo?

Nosotros, en distintas ocasiones, hemos visto el poema como un cuerpo resistente, una resistencia formada por el avance de la metáfora --la cual avanza con el análogo que pudiéramos llamar aristotélico, el análogo de los griegos-- y al mismo tiempo es un cubrefuego, el de la imagen que retrocede y envuelve ese cuerpo resistente que es el del tiempo y es el de la poesía. Es decir, que nos interesa el tiempo en tanto esté respaldado por la poiesis como decían los griegos, por la creación. Todo tiempo viviente está respaldado por la palabra creación, es decir por la poesía.

El mortal conoce momentos de aridez cuando no lo anima el verbo, cuando no ,o anima la poesía, y los momentos de esplendor cuando está animado por la poesía, por la expresión, por el avance del análogo metafórico y en general por la resistencia que forma como una piel de la imagen. En ese sentido el tiempo es para mí una resistencia de la poiesis, una resistencia de la creación.

¿Qué es para usted la eternidad?

Al hacerme esa pregunta puedo afirmar que la mañana se me ha vuelto muy difícil porque realmente hablar sobre la eternidad significa hacer referencia al mundo de los griegos, al mundo del catolicismo y en general al no-tiempo, a la negación del tiempo contemporáneo o al tiempo profundo de los existencialistas; pero nosotros creemos que una de las maldiciones del hombre contemporáneo, y en general del hombre que habita un mundo de teología, es el tiempo, que es el disfraz del diablo, que es, en definitiva, lo que nos destruye. Frente a eso hay el concepto de la eternidad que es el concepto del no-tiempo. Últimamente me he ido interesado cada día más, por el libro de Nicolás de Cusa, de la docta ignorancia, donde se plantean estos problemas en una forma muy aguda y que es una de las obras que me parece que nos enriquecen más desde el punto de vista de la relación de la poesía con la circunstancia. En realidad, no hemos hablado de autores y los que en los últimos tiempos más me han informado han sido este Nicolás de Cusa, Giovanni Battista Vico y Pascal. Pascal en el sentido -y esto está en la sicología de alguno de los personajes de Paradiso-- de que como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza, y nosotros hemos colocado la poesía en el sitio de ella.

¿Qué misión le confiere usted a la literatura?

Nunca un sentido directo e inmediato de catequesis, pues nadie ve por qué se le indique en la dirección del índice, sino cuando se nos caen las escamas de los párpados y el ojo refractante del pez deja paso al ojo penetrado por el rayo del hombre. Cuando me entero de la condicional de un rastreador, pido idéntico pulso para el escriba. Conoce el peso de la hoja y sus destrezas al caer, relacionados con la cercanía del arroyo, el mugido aconsonantado con el corpúsculo del desierto, la recurva secreta del tigre para huir del nido de serpientes. Así, descubrir en una sentencia la intención de nuestros pasos, no olvidar tampoco cuando digo "la espiral del tiburón, primer requiem" que en francés se le dice al tiburón requin. Por los ojos es lentísimo, muy despacioso, adormilado, se oye un requiem mozartiano, de pronto un coletazo, una desdeñosa sabiduría mandibular. ¿Misión de la literatura? Quitarle horas al sueño y profundizar el sueño. Llegar como Marco Polo a Kubla Kan. Como Coleridge, ensoñar a Kubla Kan. Buscar el camino del caballo como en la cultura china y encontrar el de la seda. Quedarse absorto, preguntar por qué algunos campesinos se persignan delante de un árbol sagrado como la ceiba.


Fragmentos de diversas conversaciones con Ciro Bianchi, Tomás Eloy Martínez, Eugenia Neves, Jean-Michel Fossey, Elsa Claro, Margarita García Flores y Juan Miguel de Mora

Filosofía y literatura latinoamericanas

Luis H. Antezana

Creo que haríamos bien en concebir la filosofía únicamente como un género literario más en el que se destaca la oposición clásico-romántico.
Richard Rorty


En estas notas, sólo indicaré una conjetura discursiva relativa a los contrastes entre literatura y filosofía latinomericanas. Como se sabe, los discursos son instrumentales —sirven para hacer (“decir”) algo— y, aunque se los supone aplicables a “cualquier circunstancia”, también se sabe que hay normas sociales que condicionan, en cada caso, los alcances de su uso. En general, el uso de un discurso no puede evitar la reiteración, pues, aunque instrumentales, los discursos —cada cuál según su ámbito de validez— ya dicen lo que pueden decir; son como citas que uno utiliza para redondear un argumento. En algunos casos producen sentidos locales, es decir, sentidos ligados con sus condiciones de enunciación y, en el peor de los casos, sólo repiten o imitan sentidos ya producidos en otras condiciones de enunciación. En el primer caso, los sentidos producidos son tenues porque, en general, carecen de posibilidades de irradiación más allá de sus condiciones de emisión, en el segundo caso, los sentidos son prácticamente nulos, su límite es el plagio. Son las normas discursivas las que condicionan esas posibilidades. Hay filósofos y pensadores que ven con horror, se diría, los límites de sentido que acompañan los usos discursivos; muchos tiemblan ante la idea de que, en el fondo, uno no hace otra cosa que repetir y repetir Lo Mismo de siempre y entienden esa repetición de Lo Mismo como una especie de cárcel tautológica. No es tan grave. El uso de los discursos también permite su dominio y, de rato en rato, se pueden reconocer “momentos decisivos” —“momentos constitutivos,” diría Zavaleta Mercado— que alteran los alcances de un discurso, alterando también, por supuesto, sus usos y los sentidos en juego. Cierto, después de esas decisiones comienza otro período, a menudo largo, de reiteraciones pero también es cierto que las decisiones discursivas son posibles. El recorrido del discurso científico ofrece muchos casos al respecto —basta con mencionar a Galileo o Darwin o Mendel o Einstein— y también el discurso pictórico —basta mencionar a la introducción de la perspectiva en la representación o contemplar un cuadro de Van Gogh. En suma, los usos discursivos son, en general, sólo reiterativos o reiterables; pero también es posible darles otros alcances gracias a los “momentos decisivos”. Bajo este marco, mi conjetura es la siguiente: el uso del discurso filosófico en América Latina carece de “momentos decisivos” localmente producidos, en cambio el discurso literario sí ha podido decidir y su decisión más notable ha alterado los alcances no sólo de su propio discurso sino de la propia filosofía, en la forma no-local sino hasta universal de este discurso. Vayamos ahora a la América Latina y a algunos de sus más frecuentes discursos para luego aterrizar en la conjetura indicada.

1. Confieso, de partida, que no sé que es Latinoamérica. Geográficamente no tengo problemas: es el conjunto de países que se extienden desde México, hacia el Sur, hasta la Argentina. Creo que la Argentina y Chile incluyen también algunos pedazos de la Antártida. Entiendo también que la denominación “Latinoamérica” o “América Latina” implica una distinción idiomática: en esos países, el castellano o español y el portugués son los idiomas dominantes. Esto de “idiomas dominantes” creo que basta para no bajar muy rápido a la más concreta complejidad idiomática que, en rigor, sucede en ese territorio; complejidad que haría trizas el lado “latino” atribuido a este pedazo de América. No me cuesta tampoco entender el por qué histórico de esos países y sus idiomas dominantes. Más no sé o, mejor, no entiendo.

Lo que si entiendo es que muchos discursos han tratado de postular o imponer algún tipo de “identidad” a ese conjunto de países y sus múltiples culturas. Desde ya, ahí está el discurso geoidiomático arriba mencionado y que, por su frecuente uso, en relación a innumerables situaciones, resulta el más comprensible, aunque es más una etiqueta que un signo o un sentido. Por ahí anda también el discurso filosófico que, por vocación o principio, no ha cesado de proponer criterios para fundamentar una identidad latinoamericana, utilizando como referencia la distinción geoidiomática mencionada. Volveremos a este discurso, pues, mal que bien es parte del tema de estas notas. También tenemos un discurso político que se arma en relación al criterio de “independencia”. Aquí la identidad es algo así como una consecuencia de la ruptura con los imperios español y portugués, allá en el siglo pasado. Este discurso tiene muchas ramas —no en vano es “político”— y su variable más utilizada es la que considera a esa “independencia” como todavía incompleta y, por ahí, concurre en el ámbito de otros discursos. El discurso filosófico utiliza, a menudo, esta variable, cuando necesita subrayar, por ejemplo, su propio papel en la construcción, como se dice, de la identidad latinoamericana. Aunque debe utilizar ámbitos de referencia más amplios como el del Tercer Mundo, el discurso economicista —no quiero decir “económico” para no perder la diferencia con la ciencia— también insiste en una independencia incompleta y figura la identidad latinoamericana como una dependiente. No se sabe aquí si una independencia económica acabaría o no con este tipo de identidad. Subordinado, creo, al político hay un discurso nacionalista que busca generalizar el típico “nación” —relativo, en general, a un país— hacia el conjunto de la llamada, en este caso, “comunidad latinoamericana”. También hay un discurso endógeno que propone una identidad basada en las culturas precolombinas y sus pervivencias sociales. La cadena de montañas –quiebres más, quiebres menos— que se reconoce junto a la costa del Pacífico suele ser el hilo geográfico-referencial para esa identidad; la cadena de montañas y, por supuesto, las civilizaciones, imperios, en fin, sociedades, que ahí sucedieron y suceden. Más el literario, del que algo diré luego, estos son los discursos que, hasta donde reconozco, con mayor o menor irradiación relativa, proponen, aquí y allá, criterios, principios, argumentos, aún datos, para entender lo que es o sería una identidad latinoamericana. Muchos son más frecuentes que otros y los ámbitos de discreción son muy variables. Pero de esto último no importa mucho pues, en cada caso, nos interesaría su uso independiente de la cantidad de sus usuarios, pues, las “decisiones discursivas”, a menudo, hasta pueden individualizarse.

Debería también haber mencionado al discurso histórico pero creo que éste, cuando riguroso, es, sobretodo, un material de referencia para los otros discursos y, cuando ensayístico o especulativo, es más una gama del discurso político o del filosófico. Seguro que suceden muchos discurso más. Así como mencioné el discurso economicista, relativo a la economía, podría haber destacado un discurso sociológico o uno antropológico, relativos a la sociología o antropología respectivamente, pero, pese a algunas globalizaciones, cuando estos discursos “dicen” (algo) sobre la identidad latinoamericana y sus afines, sus proposiciones no resuenan —me parece— tanto: los antropólogos, por ejemplo, han estado más interesados en destacar, empíricamente, diferencias más que identidades parciales. Otra vez, en estos casos, diría lo mismo que a propósito de la historia: cuando rigurosos, son material referencial, cuando ensayísticos o especulativos, se los encuentra subordinados a los otros más extensivos discursos. Eso por un lado. Por otro, los discursos unificantes mencionados no suceden, por supuesto, solos y, a la larga, configuran un “caleidoscopio fractal”, digamos, donde se leen esas propuestas y sus posibles sentidos en varias dimensiones —de ahí lo de “fractal”. Como dije al principio, entiendo una buena parte de estas propuestas; lo que no entiendo es la Latinoamérica que por ahí se diseña; en otras palabras, entiendo los significados pero no los sentidos. Ahí, demasiados hechos se chorrean inexplicados, por todas partes, y con ellos se me escapan las identidades propuestas o impuestas. Hasta aquí, un grueso marco. A continuación, veamos un par de detalles relativos al discurso literario que también anda por ahí y, luego, examinaremos al discurso filosófico latinoamericano en relación al literario.

2. No olvidemos, que las “literaturas” no existen. Existen libros para ser leídos, las “literaturas” —locales, universales, temáticas— las inventan esos metalenguajes que se llaman “crítica” o “historia” literarias. Entre nos, Carlos Medinacelli inventó eso que ahora llamamos “literatura boliviana”. El discurso literario, aunque idiomático en su elaboración, carece de límites geosociopolíticos. Siempre fue un misterio para los deterministas, dicho sea de paso, entender por qué todavía se entienden, digamos, La Odisea o Las mil y una noches o La Divina Comedia o El Quijote fuera de sus ya lejanas condiciones de emisión. Las localizaciones en este discurso se apoyan en sus condiciones de producción y ahí, la figura del “autor” es, en general la decisiva. Algo ayudan las denotaciones y referencias, pero, a la larga son insignificantes: por eso Rulfo puede inventar Comala o García Márquez hablar de Macondo, Cortázar vagar con Horacio por París, Medinacelli transformar Cotagaita en San Javier de Chirca o Neruda dedicarse, simplemente, a “escribir los versos más tristes esta noche”, sin tiempo ni lugar precisos. Dada su práctica carencia de límites, al discurso literario se lo suele caracterizar por contraste: no es asertivo —Felipe Delgado camina por La Paz pero sólo en la novela Felipe Delgado (1979)—, tampoco es teórico/operativo —como las ciencias o las técnicas— ni abstracto —como la filosofía. Se dice que en él prima la imaginación y —habría que añadir— el trabajo productivo sobre su material, es decir, sobre el idioma que maneja. Se lo suele inclinar no hacia el conocimiento ni la abstracción o la utilidad sino hacia el placer. Tiene un montón de variables internas que, de acuerdo a la perspectiva, se denominan “géneros” y “movimientos”. En ese campo, la poesía podría considerarse su arquetipo, aunque los géneros menores (novela policial, de ciencia ficción y romances) son los más leídos. También se subrayan sus vínculos con la escritura, aunque se reconoce la posibilidad de las “literaturas orales”, lugar donde este discurso se entrevera con el discurso mítico. El literario es un discurso poco o nada “discreto”, es decir, anda por todas partes y sus sentidos dependen, sobretodo, de sus lectores. Por eso, dicho sea de paso, porque dependen de sus lectores y no de sus condiciones de producción, muchas (viejas) obras literarias todavía siguen vigentes. La literatura latinoamericana se ha armado, como todas las locales, de acuerdo a los autores de la zona geográfica y, en general, los trabajos al respecto todavía se limitan a los productos en castellano; curiosamente, cuando algún estudio incluye al portugués, se inscribe con la categoría de “literatura iberoamericana”. Pese a esa fractura en relación al modelo general de “Latinoamérica”, el fragmento “hispanoamericano”, como también se dice, ha logrado constituirse discursivamente, es decir, muchos de sus productos han logrado ser decisivos local y hasta universalmente. En lo que nos ocupa, esa capacidad de decisión todavía no ha aparecido en las prácticas filosóficas en o de Latinoamérica.

Todo discurso tiene “momentos decisivos”, decíamos. Son momentos de constitución, de renovación o ruptura (internos). No hay que exagerar sus alcances, aunque los locutores, es decir, los usuarios de los discursos suelen extremar las constituciones, renovaciones y rupturas —de ahí los “Manifiestos” que nunca faltan en lo que se llama la “política literaria”. No sé si soy un poco sordo, pero, en filosofía, en el discurso filosófico, ese tipo de actos discursivos —las decisiones— no suceden en la América Latina, todavía suceden en Europa, por así decirlo. En otras palabras, poco o nada sucede filosóficamente por aquí. Todavía. Tal vez algo sucede “latinoamerísticamente” —por el lado del adjetivo— pero no filosóficamente —por el lado del sustantivo. En cambio, el discurso literario en América Latina sí ha alterado, por lo menos en castellano, el uso general del mismo: España incluida. El primer “momento decisivo” del discurso literario en castellano, producido en América Latina, se llama Rubén Darío y su irradiación se conoce como el “modernismo”. Eso arranca a fines del siglo XIX y, aunque esta decisión alteró sin retorno el uso del lenguaje en español —hasta el al principio rebelde Franz Tamayo acabó siendo un decidido modernista— el propio Darío alcanzó a reconocer sus límites en el ya (también) clásico “Yo soy aquél que ayer nomás decía el verso azul y la canción profana” que inaugura los Cantos de vida y esperanza (1905). Por sus ecos en la filosofía, podríamos subrayar, en otro momento decisivo del discurso literario en América Latina y que se irradia mundialmente allá por los años 60: es el momento que podemos denominar Jorge Luis Borges. Paralelamente, como se sabe, explota mundialmente la novela latinoamericana; pero es Borges quien nos interesa como referencia discursiva. Agotaríamos varias sesiones de este Seminario comentando los actuales alcances de la obra de Borges en la literatura universal. Como un espejo de esa resonancia, no por casualidad, el amplio Diccionario Enciclopédico Grijalbo (1986), por ejemplo, se abre como un “Prefacio” explícitamente solicitado a Borges. Ya en la propia literatura y últimamente, la célebre novela El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco puede considerarse, sin mayores problemas, borgeana. El propio Eco destaca ese eco en sus posteriores Apostillas a “El nombre de la rosa” (1983). En estos casos, si me dejo entender, la flecha discursiva —constitutiva, renovadora o de ruptura, el tiempo lo dirá— parte de América Latina y sacude el discurso literario universal. Otra flecha que anda alterando el discurso literario, y que sale de estos lares, es César Vallejo. No entro en detalles, pero abran sus oídos y escucharán más y más resonancias vallejianas en todo el mundo.

Pero Borges no se queda en la literatura hasta remueve la filosofía europea. Como puente, volvamos a El nombre de la rosa y a Umberto Eco. En primer lugar, en esa novela, el discurso borgeano —biblioteca, laberinto, espejos, intertextualidades, el mismísimo bibliotecario ciego explícitamente nombrado Jorge de Burgos— alterna perfectamente con el discurso filosófico de Aristóteles, Bacon, Occam y hasta Wittgenstein, entre los más evidentes. Por otro lado, en su ensayo “La abducción en Uqbar”, Eco recurre al concepto epistemológico de “abducción” —concepto alterno a los clásicos de inducción y deducción— para explicar el discurso borgeano. Estas son resonancias de, digamos, renovación, de un renovado diálogo entre filosofía y literatura; pero, más cerca de una ruptura, el discurso borgeano aparece como un inevitable leit motif en prácticamente todas las formas del posmodernismo filosófico, incluida su forma de entender la (pre) posmodernidad. Un arquetipo de ese impacto es la declaración de Foucault su Las palabras y las cosas (1966) donde declara sin problemas que el libro se inspiró en un texto de Borges —se refiere a “El idioma analítico de John Wilkins” (incluído en Otras inquisiciones, 1952). Podríamos, otra vez, multiplicar y multiplicar los ejemplos, hasta Woody Allen lo menciona en Manhattan, como parte del universo intelectual problematizado en la película; pero vayamos al grano: ¿por qué ahí Borges?.

Porque aunque seguramente tan antiguo como el pensamiento, Borges explicitó con inédita transparencia uno de los principios del discurso filosófico contemporáneo, un principio que está en Wittgenstein, en Peirce, Popper, Foucault, Deleuze, Lyotard, Derrida, que es básico en Rorty y, yendo hacia atrás, está ciertamente en Heidegger, en Kant y que estaría (según Gutiérrez Giradot) hasta en Hegel, etcétera; en fin, uno de los principios (ahora) inevitables para poder pensar. Borges dijo que para él, la filosofía era una forma de literatura fantástica, es decir, una forma de inventar inútiles escaleras —digámoslo con el primer Wittgenstein— para quizá ir mejor a donde se quiere llegar. En otras palabras, dijo —ya en el “Epílogo” a Otras inquisiciones— y demostró —por medio de su obra— que la filosofía es un discurso ficticio.

3. No conozco —ni escucho— nada en la filosofía latinoamericana que no sólo haya “decidido” en su forma discursiva —las decisiones en este discurso, reitero, se producen en el ámbito constitutivo de ese discurso, en Europa (en la Metafísica, diría Heidegger, en el Logos, diría Derrida, en el poder, diría Foucault)— sino, menos, que haya alterado la (supuesta) universalidad de sus proposiciones; en cambio, la literatura latinoamericana sí ha podido decidir en su forma discursiva (Darío, Vallejo) y, más aún, ha sido parte de una ruptura en el discurso filosófico tout court (Borges). Mi conclusión es la prologal: los alcances de los sentidos propuestos en la filosofía latinoamericana son prácticamente nulos; en cambio, la literatura latinoamericana habría demostrado ser capaz de pensar —perdonen la irreverencia— mucho mejor, es decir, su producción de sentidos es no sólo ya independiente sino también ha sido decisiva hasta en filosofía. La moraleja de esta conjetura es que, hoy en día, para poder pensar hay que hacerlo literariamente —fictiva, ficticiamente— y que quizás, por ahí, habría que anudar o desanudar eso que se anda llamando “Latinoamérica”.
Una fenomenología de las (falsas) rubias

Jorge Komadina



En cada morena dormita una falsa rubia
Adagio popular


Las rubias constituyen una categoría fuera de serie, una identidad concluyente y exhaustiva. Y sin embargo, tengo la certeza que el clan de las rubias no involucra aquello que los antropólogos llaman una "identidad esencialista", básicamente porque una mujer no nace rubia, deviene rubia, si me permiten parafrasear esa línea que tan famosa hizo a Simone de Beauvoir. Ese pequeño milagro que permite atravesar la frontera identitaria entre rubias y morenas, y transitar del Ser al Devenir, es simple, rápido, indoloro y barato: la peroxidación capilar. Si, pero esa pequeña magia es también ...explosiva y peligrosa.


En Blonde, un magnífico libro sobre Marylin Monroe, la escritora norteamericana Joyce Carol Oates cuenta que sus cabellos "desprendían de cerca un olor explosivo, muy remarcado por sus amantes". ¿No se dice acaso que MM era una bomba sexual? En la misma onda (explosiva), el escritor francés Jean Echenoz, en su novela Les Grandes Blondes, hace decir a uno de sus personajes que "El peróxido de azote es igualmente utilizado para la confección de ciertos explosivos, la propulsión de ciertos cohetes". Jean Harlow, The original blonde, la primera rubia platino de Hollywood murió trágicamente a la edad de 26 años, según se dice como consecuencia de una substancia tóxica en el cabello. ¿Será por una casualidad, entonces, que en el idioma inglés encontremos rimas y juegos de palabras entre die (morir) y dye (teñir)?

Nos aproximamos al nóumeno. Las rubias verdaderas son tan raras como las trufas negras. Algunos expertos en "blonditud" (presento mis excusas por este neologismo) como Michel Sones y Joanna Pitman estiman que las rubias auténticas no sobrepasan el 5% de la población mundial; por el contrario, según estos autores, más de un tercio de las mujeres norteamericanas tiñen de rubio sus cabellos. "Parece que las rubias escasean por estos pagos" dice el King Kong de Cabrera Infante. Sea como fuere, este detalle es poco relevante: el don genético puede ser sustituido por una técnica corporal aprendida. El dominio de esta hexis corporal involucra una manera de desplazarse (las rubias no caminan, se desplazan), de hablar, de mirar y, ciertamente, de seducir. Maneras de habitar el cuerpo, en suma, que son interiorizadas hasta tal punto que parecen automáticas y " naturales ". Tal vez por ello no me parece una extravagancia que en Estados Unidos existan escuelas donde se aprende el arte de ser rubia. Madonna, otra de las célebres (falsas) rubias, lo dijo mejor que nadie: "Ser rubia es un estado de ánimo...el artificio de ser rubia tiene una increíble connotación sexual".

Varias generaciones de mujeres han aprendido esas técnicas, miméticamente, a través del cine y la televisión. Aunque la historia de las falsas rubias comienza probablemente con las hetarai griegas y las cortesanas de la Roma decadente, damas que teñían su cabello con orín de caballo y caca de paloma, los años 40 y 50 en Hollywood deben ser considerados como el siglo de oro de las rubias, valga la redundancia. Como Boticelli y Tizianno, el cine gringo hizo rubias a las diosas: Jean Harlow, Mae West, Marilyn Monroe, Shirley Temple, Doris Day, Madonna, Rita Hayworth, Grace Kelly. ¿Qué mujer no quería ser como ellas? La rubia fatal y evanescente es uno de los grandes mitos de la sociedad de consumo, creado por la industria cinematográfica pero ciertamente anclado en una mentalidad colectiva que mira a la mujer rubia como un ser excepcional.

Hablando de cine y ambigüedades, nadie mejor que el maestro Hitchcock para explorar las ambivalencias estéticas y morales que rodean a las rubias. Sus actrices son altas, perfectas y glaciales; su belleza atemoriza pero se convierte también en objeto de agresión, las rubias terminan convertidas en víctimas atemorizadas: hay algo amenazante en ellas, algo oscuro.

¿De dónde proviene esta fascinación por los cabellos rubios? Según Joanna Pitman, la fascinación por las mujeres rubias es un código simbólico que ha estado presente en varias culturas occidentales desde los tiempos más remotos. Los romanos, por ejemplo, estaban fascinados por los bárbaros germanos a tal punto que los hacían prisioneros solamente para confeccionar pelucas rubias. Nietzsche habló de las "bestias rubias", sin dios ni ley, que asolaron Europa a la caída del imperio. Otra autora, Domenique Fretard, señala que la palabra " blond " es de origen germánico y recién fue reconocido en el idioma francés en 1080. Parece que los rubios siempre fueron los " otros ".

Otra especialista, Paula Tuovinen, cuenta que durante el siglo XIX la heroína rubia y frágil se convirtió en el ideal romántico de las mujeres europeas. En el siglo XX, la Era de las Ideologías, el estereotipo rubio se convirtió en el símbolo de la pureza aria que tanto fascinó a los nazis. Mutatis Mutandis, la mujer rubia, blanca y de ojos azules fue también el icono de la propaganda stalinista, que giraba en torno a la hegemonía eslava sobre un vasto archipiélago étnico. En ambos casos, encuentro que la "blonditud" se convierte en un catalizador ideológico y étnico.

Pero, finalmente, son los norteamericanos quienes han instalado, con la ayuda de Hollywood, un poderoso imaginario que asocia el canon estético con la vitalidad sexual de las rubias. Si, pero además, en el sueno americano, la rubia debe ser tonta para ser perfecta. Los chistes que hacen los varones norteamericanos sobre las falsas rubias (por ejemplo: ¿Que significa un rayito de pelo negro en una cabellera rubia? Una brizna de esperanza) son una suerte de venganza inconsciente por esa capacidad de las mujeres de manipular la personalidad... con la ayuda de L'Oreal.

Se dirá que trato un asunto jalado de los cabellos. Tal vez. Pero sostengo que es imposible hablar de rubias verdaderas sin referirlas inmediatamente a las rubias falsas: falso/verdadero: Norma Jean/Marilyn Monroe. Se trata de un sistema binario, cuyos elementos no actúan por separado, rico en connotaciones y estereotipos. Una de las imágenes más recurrentes sobre las falsas rubias está asociada a la femme fatal, al símbolo sexual, encarnada en personajes como MM o Jean Harlow, mujeres de régimen estético nocturno, apasionadas y divertidas. Otro estereotipo connota inocencia y fragilidad, expresada, por ejemplo, en las figuras de Shirley Temple, Doris Day o Heidi, mujeres de régimen diurno, pastoras, vitales y lácteas. El tercer estereotipo es menos inocente porque vincula a las falsas rubias con el poder: el Blonde Power. Margaret Thatcher, Madonna, Hillary Clinton e incluso la Princesa Diana (de quien se dice que cada día luce más rubia) son el ejemplo de mujeres cuyo autocontrol y poder han sido construidos con ayuda de la peroxidación.

Vamos al asunto, como dicen los fenomenólogos de raza. Hay quienes, radicales en sus opiniones, piensan las falsas rubias son una especie de alegoría de la globalización, una suerte de producto transgénico de primera generación, bajo cuya sombra se perfila el mito ario. No comparto plenamente esa idea. Prefiero pensar que estamos ante una de esas "técnicas del Yo", de las que hablaba Foucault, que permiten un control reflexivo del cuerpo. Ello implica -¿Por qué no?- manejar simultáneamente distintas estéticas y pulsiones. Ya lo dijo Louise Brooks : "Soy una rubia de cabellos negros". Julio Jaramillo no lo dijo, lo cantó, celebrando "el color azabache de tu blonda cabellera"

Fuentes:
Jean Echenoz : " Les Grandes Blondes " Minuit, Paris, 1996
Dominique Frétard : " Ces créateurs qui percent le mystère des blondes ", Le Monde 08.11. 2002
Joyce Carol Oates: " Blonde " Stock, Paris, 2000Joanna Pitman: " Blondes ", Bloomsbury, USA, 2003