31 marzo 2008

Los días y las noches de Joaquín Sabina

Fernando Mayorga


Por culpa de los medios de comunicación y su desviacionismo mercantilista, por culpa de los “diyéi” que nos azotan con su mal gusto, por los “klásicos” y la moda, por culpa de los trufis que nos apabullan con sus neocumbias, por culpa de Julio Iglesias y su prole o de Ricardo Arjona y su labia, que han provocado un mal casi irremediable en la estética de la canción romántica. Por culpa de ellos, obras y autores que merecen estar en todas las mentes y en todos los corazones aparecen como actos y seres marginales en el gusto y la vida de las gentes. Tal ocurre con Joaquín Sabina, ese trovador español que agita tormentas en el alma, que atormenta corazones, que ilumina el lado oscuro de la luna solamente para hacernos dar cuenta que la miseria humana convive con el sentimiento, que el amor no es una entelequia ni una etiqueta, que es dicha efímera y es lucha cotidiana; que en el juego de la vida perder es moneda corriente y que tal vez por eso vale el desafío de enfrentar su desabrido reto. Así, sin contemplaciones, Joaquín Sabina juega con la soledad y la melancolía en dosis precisas y capaces de convertir en veneno la fruta prohibida, aquello que los mortales buscamos como elixir de la felicidad. Felicidad, palabra vana, en la boca de Sabina es, también, búsqueda incesante de una meta que se convierte en polvo cuando es alcanzada por nuestras manos.

Este flaco y esperpéntico español que en el juego de espejismos y malabarismos que es la existencia —búsqueda de identidad y de exacta comunión con los otros—, es capaz de preferir al “pirata cojo con cara de malo, con parche en el ojo, con pata de palo” entre todos los truhanes de la noche y sus sombras. Este bohemio fumatérico que cuando busca su amor perdido en el mismo bar de la esquina del otro verano y sólo encuentra una sucursal bancaria se queda cantando “y nos dieron las diez y las once y las doce y la una y las dos y las tres...” como nostalgia de lo que nunca ocurrió. Este trovador que vive en la Calle Melancolía y siempre pierde el tranvía que conduce al barrio de la Alegría. Este ñato que farrea con la Chavela Vargas y le canta como nadie le cantó mientras se recogían una noche por el Boulevard de los Sueños Rotos. Este hermano que le dice a Joan Manuel Serrat que es su hermano, a los policías que son unos “pinches cabrones”, a Pinochet que es un ancianito desalmado y a los mexicanos que su país le atormenta.

Este tipo se me apareció una noche —me acuerdo, era el primer viernes del mes de febrero de hacen ya cuatro años y no tenía k´oa para ceremoniar el acontecimiento— entrando y saliendo a la pista de un teatro en la ciudad de México, vestido de negro, como siempre, y disfrazado de mimo, como nunca. Se apareció en un escenario con pinta de estación local de tren —remedando la estación de Atocha, su preferida, aquella del fatídico 11-M en Madrid y que tanto nos duele— y con un ángel con traza de moneda rota esperando en el andén, a presentar, entre otras cosas, aquel que es uno de sus mejores discos: 19 días y 500 noches. Desde entonces, no he dejado de canturrearlo, porque cantar yo, ni madres.

¿Cuál es el secreto de Joaquín Sabina? Quizá manejar diversos registros musicales y combinar variados ritmos, sin perder su aire flamenco y su apego al rock-and-roll. De ahí su homenaje a los Rolling Stones y su Satisfaction cuando termina de alabar a la Magdalena como “la más señora de todas las putas y la más puta de todas las señoras” porque se fue con el hijo del señor y ni siquiera le cobró. O será tal vez su fortaleza para aferrarse a una época dorada que existe sólo en su talante y le hace decir que a sus “cuarenta y diez” ni piensa en morirse, al punto de precisar que “el traje de madera que estrenaré no está ni siquiera plantado”. O cuando alcanza contornos celebratorios y desdichados —de intensidad análoga— al avisarnos que se encontró con un amigo que la vio “donde habita el olvido”, a la que se fue un amanecer sin decir “llámame un día”, mientras él se lamenta por “no saber decir: te necesito”.

Donde Habita el Olvido, allí nos manda Sabina, a escuchar sus canciones y a entonar sus letras. En compañía, siempre, de la melancolía, ese sentimiento que inunda el bolero, que presagia el tango y que bordea el pañuelo de la cueca. Por suerte, para nosotros, termina ese disco con una invocación a la subversión, con un presagio de que es posible vivir sin la mentira ni la cobardía, pero tampoco en el ensueño ni la utopía. Es la vida, pues, un presagio, un deseo, un cumpleaños que no termina. Como dice la canción con aire mexicano que tiene el nombre estrambótico e irónico de “Noche de bodas”.

Cada vez que escucho una vieja canción de Sabina y una nueva pieza de Joaquín me invade la desazón y el arrebato en proporciones parecidas. Ambos —desazón y arrebato— afectan directo al corazón, tal vez por eso espero vanamente que alguna vez le ponga música y verso a un Manual Para Vivir Sin el Corazón Partido que da vueltas en mis labios cuando la luna se oculta detrás de las nubes. “Peor para el sol”, diría este oníricoclasta, vendedor de desilusiones, hermano del alma, demonio sin sombra que se oculta en un agujerito, allí donde nuestras almas comparten locuras y aflicciones en igual medida que él combina(ba) alcohol y poesía cuando de cantar se trata.

1 comentario:

Unknown dijo...

qué excelente nota! la disfruté mucho, sr Fernando. coincido con muchas cosas que dice de Sabina. un saludo,