30 enero 2008

Filosofía y literatura latinoamericanas

Luis H. Antezana

Creo que haríamos bien en concebir la filosofía únicamente como un género literario más en el que se destaca la oposición clásico-romántico.
Richard Rorty


En estas notas, sólo indicaré una conjetura discursiva relativa a los contrastes entre literatura y filosofía latinomericanas. Como se sabe, los discursos son instrumentales —sirven para hacer (“decir”) algo— y, aunque se los supone aplicables a “cualquier circunstancia”, también se sabe que hay normas sociales que condicionan, en cada caso, los alcances de su uso. En general, el uso de un discurso no puede evitar la reiteración, pues, aunque instrumentales, los discursos —cada cuál según su ámbito de validez— ya dicen lo que pueden decir; son como citas que uno utiliza para redondear un argumento. En algunos casos producen sentidos locales, es decir, sentidos ligados con sus condiciones de enunciación y, en el peor de los casos, sólo repiten o imitan sentidos ya producidos en otras condiciones de enunciación. En el primer caso, los sentidos producidos son tenues porque, en general, carecen de posibilidades de irradiación más allá de sus condiciones de emisión, en el segundo caso, los sentidos son prácticamente nulos, su límite es el plagio. Son las normas discursivas las que condicionan esas posibilidades. Hay filósofos y pensadores que ven con horror, se diría, los límites de sentido que acompañan los usos discursivos; muchos tiemblan ante la idea de que, en el fondo, uno no hace otra cosa que repetir y repetir Lo Mismo de siempre y entienden esa repetición de Lo Mismo como una especie de cárcel tautológica. No es tan grave. El uso de los discursos también permite su dominio y, de rato en rato, se pueden reconocer “momentos decisivos” —“momentos constitutivos,” diría Zavaleta Mercado— que alteran los alcances de un discurso, alterando también, por supuesto, sus usos y los sentidos en juego. Cierto, después de esas decisiones comienza otro período, a menudo largo, de reiteraciones pero también es cierto que las decisiones discursivas son posibles. El recorrido del discurso científico ofrece muchos casos al respecto —basta con mencionar a Galileo o Darwin o Mendel o Einstein— y también el discurso pictórico —basta mencionar a la introducción de la perspectiva en la representación o contemplar un cuadro de Van Gogh. En suma, los usos discursivos son, en general, sólo reiterativos o reiterables; pero también es posible darles otros alcances gracias a los “momentos decisivos”. Bajo este marco, mi conjetura es la siguiente: el uso del discurso filosófico en América Latina carece de “momentos decisivos” localmente producidos, en cambio el discurso literario sí ha podido decidir y su decisión más notable ha alterado los alcances no sólo de su propio discurso sino de la propia filosofía, en la forma no-local sino hasta universal de este discurso. Vayamos ahora a la América Latina y a algunos de sus más frecuentes discursos para luego aterrizar en la conjetura indicada.

1. Confieso, de partida, que no sé que es Latinoamérica. Geográficamente no tengo problemas: es el conjunto de países que se extienden desde México, hacia el Sur, hasta la Argentina. Creo que la Argentina y Chile incluyen también algunos pedazos de la Antártida. Entiendo también que la denominación “Latinoamérica” o “América Latina” implica una distinción idiomática: en esos países, el castellano o español y el portugués son los idiomas dominantes. Esto de “idiomas dominantes” creo que basta para no bajar muy rápido a la más concreta complejidad idiomática que, en rigor, sucede en ese territorio; complejidad que haría trizas el lado “latino” atribuido a este pedazo de América. No me cuesta tampoco entender el por qué histórico de esos países y sus idiomas dominantes. Más no sé o, mejor, no entiendo.

Lo que si entiendo es que muchos discursos han tratado de postular o imponer algún tipo de “identidad” a ese conjunto de países y sus múltiples culturas. Desde ya, ahí está el discurso geoidiomático arriba mencionado y que, por su frecuente uso, en relación a innumerables situaciones, resulta el más comprensible, aunque es más una etiqueta que un signo o un sentido. Por ahí anda también el discurso filosófico que, por vocación o principio, no ha cesado de proponer criterios para fundamentar una identidad latinoamericana, utilizando como referencia la distinción geoidiomática mencionada. Volveremos a este discurso, pues, mal que bien es parte del tema de estas notas. También tenemos un discurso político que se arma en relación al criterio de “independencia”. Aquí la identidad es algo así como una consecuencia de la ruptura con los imperios español y portugués, allá en el siglo pasado. Este discurso tiene muchas ramas —no en vano es “político”— y su variable más utilizada es la que considera a esa “independencia” como todavía incompleta y, por ahí, concurre en el ámbito de otros discursos. El discurso filosófico utiliza, a menudo, esta variable, cuando necesita subrayar, por ejemplo, su propio papel en la construcción, como se dice, de la identidad latinoamericana. Aunque debe utilizar ámbitos de referencia más amplios como el del Tercer Mundo, el discurso economicista —no quiero decir “económico” para no perder la diferencia con la ciencia— también insiste en una independencia incompleta y figura la identidad latinoamericana como una dependiente. No se sabe aquí si una independencia económica acabaría o no con este tipo de identidad. Subordinado, creo, al político hay un discurso nacionalista que busca generalizar el típico “nación” —relativo, en general, a un país— hacia el conjunto de la llamada, en este caso, “comunidad latinoamericana”. También hay un discurso endógeno que propone una identidad basada en las culturas precolombinas y sus pervivencias sociales. La cadena de montañas –quiebres más, quiebres menos— que se reconoce junto a la costa del Pacífico suele ser el hilo geográfico-referencial para esa identidad; la cadena de montañas y, por supuesto, las civilizaciones, imperios, en fin, sociedades, que ahí sucedieron y suceden. Más el literario, del que algo diré luego, estos son los discursos que, hasta donde reconozco, con mayor o menor irradiación relativa, proponen, aquí y allá, criterios, principios, argumentos, aún datos, para entender lo que es o sería una identidad latinoamericana. Muchos son más frecuentes que otros y los ámbitos de discreción son muy variables. Pero de esto último no importa mucho pues, en cada caso, nos interesaría su uso independiente de la cantidad de sus usuarios, pues, las “decisiones discursivas”, a menudo, hasta pueden individualizarse.

Debería también haber mencionado al discurso histórico pero creo que éste, cuando riguroso, es, sobretodo, un material de referencia para los otros discursos y, cuando ensayístico o especulativo, es más una gama del discurso político o del filosófico. Seguro que suceden muchos discurso más. Así como mencioné el discurso economicista, relativo a la economía, podría haber destacado un discurso sociológico o uno antropológico, relativos a la sociología o antropología respectivamente, pero, pese a algunas globalizaciones, cuando estos discursos “dicen” (algo) sobre la identidad latinoamericana y sus afines, sus proposiciones no resuenan —me parece— tanto: los antropólogos, por ejemplo, han estado más interesados en destacar, empíricamente, diferencias más que identidades parciales. Otra vez, en estos casos, diría lo mismo que a propósito de la historia: cuando rigurosos, son material referencial, cuando ensayísticos o especulativos, se los encuentra subordinados a los otros más extensivos discursos. Eso por un lado. Por otro, los discursos unificantes mencionados no suceden, por supuesto, solos y, a la larga, configuran un “caleidoscopio fractal”, digamos, donde se leen esas propuestas y sus posibles sentidos en varias dimensiones —de ahí lo de “fractal”. Como dije al principio, entiendo una buena parte de estas propuestas; lo que no entiendo es la Latinoamérica que por ahí se diseña; en otras palabras, entiendo los significados pero no los sentidos. Ahí, demasiados hechos se chorrean inexplicados, por todas partes, y con ellos se me escapan las identidades propuestas o impuestas. Hasta aquí, un grueso marco. A continuación, veamos un par de detalles relativos al discurso literario que también anda por ahí y, luego, examinaremos al discurso filosófico latinoamericano en relación al literario.

2. No olvidemos, que las “literaturas” no existen. Existen libros para ser leídos, las “literaturas” —locales, universales, temáticas— las inventan esos metalenguajes que se llaman “crítica” o “historia” literarias. Entre nos, Carlos Medinacelli inventó eso que ahora llamamos “literatura boliviana”. El discurso literario, aunque idiomático en su elaboración, carece de límites geosociopolíticos. Siempre fue un misterio para los deterministas, dicho sea de paso, entender por qué todavía se entienden, digamos, La Odisea o Las mil y una noches o La Divina Comedia o El Quijote fuera de sus ya lejanas condiciones de emisión. Las localizaciones en este discurso se apoyan en sus condiciones de producción y ahí, la figura del “autor” es, en general la decisiva. Algo ayudan las denotaciones y referencias, pero, a la larga son insignificantes: por eso Rulfo puede inventar Comala o García Márquez hablar de Macondo, Cortázar vagar con Horacio por París, Medinacelli transformar Cotagaita en San Javier de Chirca o Neruda dedicarse, simplemente, a “escribir los versos más tristes esta noche”, sin tiempo ni lugar precisos. Dada su práctica carencia de límites, al discurso literario se lo suele caracterizar por contraste: no es asertivo —Felipe Delgado camina por La Paz pero sólo en la novela Felipe Delgado (1979)—, tampoco es teórico/operativo —como las ciencias o las técnicas— ni abstracto —como la filosofía. Se dice que en él prima la imaginación y —habría que añadir— el trabajo productivo sobre su material, es decir, sobre el idioma que maneja. Se lo suele inclinar no hacia el conocimiento ni la abstracción o la utilidad sino hacia el placer. Tiene un montón de variables internas que, de acuerdo a la perspectiva, se denominan “géneros” y “movimientos”. En ese campo, la poesía podría considerarse su arquetipo, aunque los géneros menores (novela policial, de ciencia ficción y romances) son los más leídos. También se subrayan sus vínculos con la escritura, aunque se reconoce la posibilidad de las “literaturas orales”, lugar donde este discurso se entrevera con el discurso mítico. El literario es un discurso poco o nada “discreto”, es decir, anda por todas partes y sus sentidos dependen, sobretodo, de sus lectores. Por eso, dicho sea de paso, porque dependen de sus lectores y no de sus condiciones de producción, muchas (viejas) obras literarias todavía siguen vigentes. La literatura latinoamericana se ha armado, como todas las locales, de acuerdo a los autores de la zona geográfica y, en general, los trabajos al respecto todavía se limitan a los productos en castellano; curiosamente, cuando algún estudio incluye al portugués, se inscribe con la categoría de “literatura iberoamericana”. Pese a esa fractura en relación al modelo general de “Latinoamérica”, el fragmento “hispanoamericano”, como también se dice, ha logrado constituirse discursivamente, es decir, muchos de sus productos han logrado ser decisivos local y hasta universalmente. En lo que nos ocupa, esa capacidad de decisión todavía no ha aparecido en las prácticas filosóficas en o de Latinoamérica.

Todo discurso tiene “momentos decisivos”, decíamos. Son momentos de constitución, de renovación o ruptura (internos). No hay que exagerar sus alcances, aunque los locutores, es decir, los usuarios de los discursos suelen extremar las constituciones, renovaciones y rupturas —de ahí los “Manifiestos” que nunca faltan en lo que se llama la “política literaria”. No sé si soy un poco sordo, pero, en filosofía, en el discurso filosófico, ese tipo de actos discursivos —las decisiones— no suceden en la América Latina, todavía suceden en Europa, por así decirlo. En otras palabras, poco o nada sucede filosóficamente por aquí. Todavía. Tal vez algo sucede “latinoamerísticamente” —por el lado del adjetivo— pero no filosóficamente —por el lado del sustantivo. En cambio, el discurso literario en América Latina sí ha alterado, por lo menos en castellano, el uso general del mismo: España incluida. El primer “momento decisivo” del discurso literario en castellano, producido en América Latina, se llama Rubén Darío y su irradiación se conoce como el “modernismo”. Eso arranca a fines del siglo XIX y, aunque esta decisión alteró sin retorno el uso del lenguaje en español —hasta el al principio rebelde Franz Tamayo acabó siendo un decidido modernista— el propio Darío alcanzó a reconocer sus límites en el ya (también) clásico “Yo soy aquél que ayer nomás decía el verso azul y la canción profana” que inaugura los Cantos de vida y esperanza (1905). Por sus ecos en la filosofía, podríamos subrayar, en otro momento decisivo del discurso literario en América Latina y que se irradia mundialmente allá por los años 60: es el momento que podemos denominar Jorge Luis Borges. Paralelamente, como se sabe, explota mundialmente la novela latinoamericana; pero es Borges quien nos interesa como referencia discursiva. Agotaríamos varias sesiones de este Seminario comentando los actuales alcances de la obra de Borges en la literatura universal. Como un espejo de esa resonancia, no por casualidad, el amplio Diccionario Enciclopédico Grijalbo (1986), por ejemplo, se abre como un “Prefacio” explícitamente solicitado a Borges. Ya en la propia literatura y últimamente, la célebre novela El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco puede considerarse, sin mayores problemas, borgeana. El propio Eco destaca ese eco en sus posteriores Apostillas a “El nombre de la rosa” (1983). En estos casos, si me dejo entender, la flecha discursiva —constitutiva, renovadora o de ruptura, el tiempo lo dirá— parte de América Latina y sacude el discurso literario universal. Otra flecha que anda alterando el discurso literario, y que sale de estos lares, es César Vallejo. No entro en detalles, pero abran sus oídos y escucharán más y más resonancias vallejianas en todo el mundo.

Pero Borges no se queda en la literatura hasta remueve la filosofía europea. Como puente, volvamos a El nombre de la rosa y a Umberto Eco. En primer lugar, en esa novela, el discurso borgeano —biblioteca, laberinto, espejos, intertextualidades, el mismísimo bibliotecario ciego explícitamente nombrado Jorge de Burgos— alterna perfectamente con el discurso filosófico de Aristóteles, Bacon, Occam y hasta Wittgenstein, entre los más evidentes. Por otro lado, en su ensayo “La abducción en Uqbar”, Eco recurre al concepto epistemológico de “abducción” —concepto alterno a los clásicos de inducción y deducción— para explicar el discurso borgeano. Estas son resonancias de, digamos, renovación, de un renovado diálogo entre filosofía y literatura; pero, más cerca de una ruptura, el discurso borgeano aparece como un inevitable leit motif en prácticamente todas las formas del posmodernismo filosófico, incluida su forma de entender la (pre) posmodernidad. Un arquetipo de ese impacto es la declaración de Foucault su Las palabras y las cosas (1966) donde declara sin problemas que el libro se inspiró en un texto de Borges —se refiere a “El idioma analítico de John Wilkins” (incluído en Otras inquisiciones, 1952). Podríamos, otra vez, multiplicar y multiplicar los ejemplos, hasta Woody Allen lo menciona en Manhattan, como parte del universo intelectual problematizado en la película; pero vayamos al grano: ¿por qué ahí Borges?.

Porque aunque seguramente tan antiguo como el pensamiento, Borges explicitó con inédita transparencia uno de los principios del discurso filosófico contemporáneo, un principio que está en Wittgenstein, en Peirce, Popper, Foucault, Deleuze, Lyotard, Derrida, que es básico en Rorty y, yendo hacia atrás, está ciertamente en Heidegger, en Kant y que estaría (según Gutiérrez Giradot) hasta en Hegel, etcétera; en fin, uno de los principios (ahora) inevitables para poder pensar. Borges dijo que para él, la filosofía era una forma de literatura fantástica, es decir, una forma de inventar inútiles escaleras —digámoslo con el primer Wittgenstein— para quizá ir mejor a donde se quiere llegar. En otras palabras, dijo —ya en el “Epílogo” a Otras inquisiciones— y demostró —por medio de su obra— que la filosofía es un discurso ficticio.

3. No conozco —ni escucho— nada en la filosofía latinoamericana que no sólo haya “decidido” en su forma discursiva —las decisiones en este discurso, reitero, se producen en el ámbito constitutivo de ese discurso, en Europa (en la Metafísica, diría Heidegger, en el Logos, diría Derrida, en el poder, diría Foucault)— sino, menos, que haya alterado la (supuesta) universalidad de sus proposiciones; en cambio, la literatura latinoamericana sí ha podido decidir en su forma discursiva (Darío, Vallejo) y, más aún, ha sido parte de una ruptura en el discurso filosófico tout court (Borges). Mi conclusión es la prologal: los alcances de los sentidos propuestos en la filosofía latinoamericana son prácticamente nulos; en cambio, la literatura latinoamericana habría demostrado ser capaz de pensar —perdonen la irreverencia— mucho mejor, es decir, su producción de sentidos es no sólo ya independiente sino también ha sido decisiva hasta en filosofía. La moraleja de esta conjetura es que, hoy en día, para poder pensar hay que hacerlo literariamente —fictiva, ficticiamente— y que quizás, por ahí, habría que anudar o desanudar eso que se anda llamando “Latinoamérica”.

1 comentario:

http://feget.wordpress.com/ dijo...

quisiera conocer otros textos del profesor Antenaza. Me encantó esta reflexión acerca de lo tibio de nuestra filosofía y lo contundente de nuestras letras.