31 marzo 2008
AtaralaratA nº 2, mayo 2004
Bestiario de amor
a Ely
soñá soledad, acaso sacada de los años
sonríe reír, ríe reírnos
A LA MODA, DÓMALA
NI A CABALLO FOLLABA CAÍN
si a más,
a dos...
eso das...
amáis
CORTO ESO
VIVES
sé viva
sé otra
¿harto esa
vives?
OS REVERTIMOS ESO, MITRE: VERSO
a Coco Mayorga
SÍ, ERA YO. RÍE.
ACÁ ERA PESSOA
Y YA OS SEPARÉ
A CAEIRO Y A REIS
a Emile
¿ALÓ... ZOLA?
¿OYÓ SU CASO?
LOS ACUSO YO
¿ALÓ...ZOLA?
a Julio Cortázar
A CORTÁZAR, AL ARTE,
LA NUEVA LLAVE:
UNA LETRA LA RAZA TROCA
LEYÓ DE LA COCA COLA,
LOCA COCA LE DOY,
EL EVO NO VE
enero: mayo soy
30 enero 2008
AtaralaratA nº 1, abril 2004
Luis H. Antezana
Fenomenología de las (falsas) rubias
Jorge Komadina
La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua
Conversaciones con José Lezama Lima
La múltiple y multiforme imaginación de Julio Cortázar
Saúl Yurkievich
El Ramón y el Ojo
Ramón Rocha Monroy
Las Palabras
Antonio Mayorga Ugarte
Mi Nueva York, entre símbolos de postal y sus rincones secretos
Edmundo Paz Soldán
El jardín de las delicias
"La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua"
Usted es un escritor múltiple, en el sentido que se expresa a través de la poesía, la narrativa y el ensayo. ¿De qué modo siente usted la necesidad de esta diversidad expresiva?
Primero hice poesía, después la poesía me reveló la cantidad hechizada. Mis ensayos intentaban tocar esa extensión, esa resistencia. Cinco letras del alfabeto, invencionadas por un poeta, tienen significado distinto, todos mis ensayos giran en torno de ese retador desconocido. Mis ensayos relatan la hipóstasis de la poesía en lo que he llamado las eras imaginarias. En la novela percibo el contrapunto del hombre, sus infinitos entrelazamientos, que son sus infinitas posibilidades. Esa diversidad se manifiesta en un ritmo penetrante o cifrado si es poesía; en el cuerpo que forma un ritmo extensivo reconstituible o cifra (ensayos). Y el sujeto en su contracifra (novela).
¿Cómo definiría la poesía?
En una ocasión dije que la poesía era un caracol nocturno en un rectángulo de agua, pero desde luego, se le ve la raíz irónica a esa no definición, es decir, un caracol nocturno no se diferencia gran cosa de uno diurno y un rectángulo de agua es algo tan ilusorio como una aporía heléatica, pero antes que todo, no para definir la poesía que no lo necesita, sino para acercársele, como yo he hecho en varias ocasiones, hay que hablar de la poesía, del poeta y del poema. La poesía actuando en la historia ni siquiera necesita nombrar su ejecutor, un poeta. El poema es un cuerpo resistente frente al tiempo y el poeta es el guardián de la semilla, de la posibilidad, del potens. Eso lo sacraliza, es el hombre que cuida un germen, nada menos que la semilla del potens, de la infinita posibilidad. Todos mis ensayos sobre poesía le dan la vuelta a estos temas y ellos como planetas le siguen dando vueltas a la poesía.
Siendo esencialmente poeta, ¿qué lo llevó a la novela?
En un momento dado todo poeta empieza a sentir el peso de sus visiones y su poema se convierte en una sala de baile, en un escaparate mágico. Se verifican laberintos, enlaces, y el poema organizado como una resistencia frente al tiempo se convierte en un arca que fluye sobre las aguas con todos los secretos de la naturaleza. El arca llega a una isla desierta, allí se encuentra a un almirante náufrago que dialoga incesantemente con una gallina que tiene un ojo de vidrio. En fin, la novela. En realidad, en Esopo, en Homero, en las teogonías de Valmiki, en los cronistas de las Indias la novela formó parte de la poesía. La simple acción del hombre se ha vuelto demasiado soterrada, continúa arando en el sueño y ya no se pueden hacer novelas a base de caracteres, tipos, situaciones, asunto, porque, un intramundo, una entrevisión, un entreoído ha ocupado los espacios clasificados.
¿Cómo definiría su estilo?
No pensaba que se me hiciera esa pregunta y tampoco debo desconcertarme ante ella, porque es una pregunta inevitable que en cualquier momento puede surgir. ¿Tengo yo un estilo? ¿Se me puede considerar un escritor que tenga un estilo? Lo que me ha interesado siempre es penetrar en el mundo oscuro que me rodea. No sé si lo he logrado con o sin estilo, pero lo cierto es que uno de los escritores que me son más caros decía que el triunfo del estilo es no tenerlo. El estilo se forma como una de las resistencias del tiempo frente a un escritor. No sé si tengo un estilo; el mío es muy despedazado, fragmentario: pero en definitiva procuro trocarlo, ante mis recursos de expresión, en un aguijón procreador.
¿Cómo definiría su obra?
No me atrevería a definirla, sería tal vez detenerla. Toda definición es un conjuro negativo.
Definir es cenizar.
A través de toda su obra es posible observar una constante, una suerte de metafísica que le da su configuración más honda. ¿Está usted de acuerdo con esta afirmación? ¿Por qué?
Tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué metafísica y cómo penetra en mi obra. Al llegar a mi madurez se fue haciendo en mí el sistema poético del mundo, una concepción de la vida fundamental en la imagen y en la metáfora. Me pareció adivinar en cada poema una vida que se diversificaba, que alcanzaba infinitas proliferaciones, entrelazamientos, conversaciones y silencios. Los enlaces y las pausas se corporizaban, , las palabras al trepar sobre las palabras esbozaban figuras, me parecía que las imágenes enmascaradas querían revelar su secreto al final del baile. Nadie veía en el momento en que mostraba en el rocío un rostro incomparable, por un azar concurrente se me regalaba ese deslumbramiento. El azar se empareja en la metáfora, prosigue en la imagen, el contrapunto que hace visible esa concurrencia en la novela.
Mi metafísica, si es que eso existe, no busca la razón ni la dialéctica, sino la imagen y el ritmo de esclarecimiento. Un corsi e ricorsi entre el apetito y la repugnancia, es mi metafísica, pero en general, prefiero hablar de la imagen y de su punto de partida, usando la frase de Tertuliano: es cierto porque es imposible. El sistema poético no pretende tener ni aplicación ni inmediatez. No aclara, no oscurece, no se derivan de él obras, no hace novelas, no hace poesía. Es, está, respira. Lo mismo repasa una superficie muy pulimentada, sigue en una ballena, pone huevos de tortuga en el espacio vacío. Lo que pretendo es un hechizamiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte.
¿Cuáles son sus autores y lecturas predilectas?
Yo leo en la poesía y después procuro descifrar. A veces, cuando menos me he preparado para esa lectura, llega y me dice ¿No es cierto que estoy invitada? De pronto, comprendo que es cierto y comienzo a leer en la poesía. Hasta donde yo me puedo abarcar, no puedo afirmar que estaba preparado para esa recepción. Descifro el aviso y me pongo en marcha. Hasta donde he podido caminar en la poesía, he comprendido. Después ha vuelto de nuevo la oscuridad, la que produce una visita, la que me deja una imagen. Sin tener tregua y oyendo: sé que me estaba esperando.
Creí que era una burla, pero me hacía creer que estaba secretamente protegido en la espera. También me hacía creer que el tiempo era un espacio en la luz. Lo que ha aumentado mi voracidad dentro de la poesía --desde los himnos de Orfeo hasta los conjuros de Proust para reactuar contra el tiempo, desde los cronistas de Indias hasta José Martí-- es un laberinto elaborado por la araña en la espera de una visitación. Lo que más admiro es lo que he llamado la cantidad hechizada, con la que se logra la sobrenaturaleza, por ejemplo, la visita de Don Quijote a la casa de los duques. Lo que me gusta y sorprende son las inauditas tangencias del mundo de los sentidos, lo que he llamado la vivencia oblicua, cuando el timbre telefónico me causa la misma sensación que la contemplación de un pulpo en una jarra minoana. O cuando leo el Libro de los Muertos, donde aparece la grandeza egipcia en su mayor esplendor poético, que los moradores subterráneos saborean pasteles de azafrán, y leo después en el diario de Martí, en las páginas finales cuando pide un jarro hervido en dulce con hojas de higo.
¿Lo que más admiro de un escritor? Que maneje fuerza que lo arrebaten, que parezca que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y que por la noche sea milenario. Que le guste la granada que nunca ha probado y que le guste la guayaba que prueba todos los días.
Hablemos de su método de trabajo
Yo no tengo método de trabajo. Escribo cuando tengo apetito para expresarme, para configurar, para penetrar en el coto desconocido. Pero generalmente trabajo en el crepúsculo, y a veces a la medianoche cuando el asma no me deja dormir y entonces decido irme a una segunda noche y comenzar a verme las manos penetrando en el hálito de la palabra. Pudiéramos decir que el método cubano de trabajo intelectual es la suma de poquedades. Todos los días se escribe un poco, con apetito, con gusto, con voracidad verbal, y al cabo de un año nos asombramos que la caja donde antes cabía el sombrero gigante de la abuela está llena de signos aljamiados, con gran sorpresa nos acercamos y es nuestra letra. Siempre he visto que los que ponen en marcha para hacer de un solo rasponazo una obra no van bien con el estilo cubano, y a los que dicen que esperan a su madurez para escribir sus memorias, les llega primero la afasia del primer lóbulo frontal y la pérdida total de la memoria. Claro, haga todos los días una poquedad escrituraria, pero no mortifique, no esté con esa poquedad fastidiando a sus mejores amigos, no les lea en la vida, no se desate, no sea terribilia con los pobres seres que vienen a acompañarlo en la vida de todos los días.
¿Y el asma?
El médico me ha dicho que se debe a un hongus focus, un hongo que vive en el aire. Yo, en cambio vivo como los suicidas, me sumerjo en la muerte y al despertar me entrego a los placeres de la resurrección. Mi asma llega hasta mí en dos ondas: primero, desaparece por debajo del mar, y luego arriba al gran acuario donde todos los peces saborean el mundo.
Yo también soy como un pez: a falta de bronquios respiro con mis branquias. Me consuela pensar en la infinita cofradía de grandes asmáticos que me ha precedido. Séneca fue el primero. Proust, que es de los últimos, moría tres veces cada noche para entregarse en las mañanas al disfrute de la vida. Yo mismo soy el asma, porque a la disnea de la enfermedad he sumado también la disnea de la inmovilidad. Aquí estoy, en mi sillón, condenado a la quietud, ya peregrino inmóvil para siempre. Mi único carruaje es la imaginación pero no a secas: la mía tiene ojos de lince. Son ya pocos los años que me quedan para sentir el terrible encontronazo del más allá. Pero a todo sobreviví, y he de sobrevivir también a la muerte. Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso. Y si alguno piensa que exagero, quedará preso de los desastres del demonio y de los círculos infernales.
Pero, la inmovilidad y los viajes
Es que hay viajes más espléndidos: los que un hombre puede intentar por los corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parques y librerías. ¿Para qué tomar en cuenta los medios de transporte? Pienso en los aviones, donde los viajeros caminan sólo de proa a popa: eso no es viajar. El viaje es apenas un movimiento de la imaginación. El viaje es reconocer, reconocerse, es la pérdida de la niñez y la admisión de la madurez. Goethe y Proust, esos hombres de inmensa inmensidad, no viajaron casi nunca. La imago era su navío. Yo también: casi nunca he salido de La Habana. Admito dos razones: a cada salida empeoraban mis bronquios; y además, en el centro de todo viaje ha flotado siempre el recuerdo de la muerte de mi padre. Gide ha dicho que toda travesía es un pregusto de la muerte, una anticipación del fin.
Yo no viajo: por eso resucito.
¿Cómo ha concebido usted la amistad?
Toda amistad, se me presentó como una forma de la devoración. Al salir hacia el mundo yo comenzaba a verme, a verificarme en los demás.
¿Cuál es su concepción del tiempo?
Nosotros, en distintas ocasiones, hemos visto el poema como un cuerpo resistente, una resistencia formada por el avance de la metáfora --la cual avanza con el análogo que pudiéramos llamar aristotélico, el análogo de los griegos-- y al mismo tiempo es un cubrefuego, el de la imagen que retrocede y envuelve ese cuerpo resistente que es el del tiempo y es el de la poesía. Es decir, que nos interesa el tiempo en tanto esté respaldado por la poiesis como decían los griegos, por la creación. Todo tiempo viviente está respaldado por la palabra creación, es decir por la poesía.
El mortal conoce momentos de aridez cuando no lo anima el verbo, cuando no ,o anima la poesía, y los momentos de esplendor cuando está animado por la poesía, por la expresión, por el avance del análogo metafórico y en general por la resistencia que forma como una piel de la imagen. En ese sentido el tiempo es para mí una resistencia de la poiesis, una resistencia de la creación.
¿Qué es para usted la eternidad?
¿Qué misión le confiere usted a la literatura?
Nunca un sentido directo e inmediato de catequesis, pues nadie ve por qué se le indique en la dirección del índice, sino cuando se nos caen las escamas de los párpados y el ojo refractante del pez deja paso al ojo penetrado por el rayo del hombre. Cuando me entero de la condicional de un rastreador, pido idéntico pulso para el escriba. Conoce el peso de la hoja y sus destrezas al caer, relacionados con la cercanía del arroyo, el mugido aconsonantado con el corpúsculo del desierto, la recurva secreta del tigre para huir del nido de serpientes. Así, descubrir en una sentencia la intención de nuestros pasos, no olvidar tampoco cuando digo "la espiral del tiburón, primer requiem" que en francés se le dice al tiburón requin. Por los ojos es lentísimo, muy despacioso, adormilado, se oye un requiem mozartiano, de pronto un coletazo, una desdeñosa sabiduría mandibular. ¿Misión de la literatura? Quitarle horas al sueño y profundizar el sueño. Llegar como Marco Polo a Kubla Kan. Como Coleridge, ensoñar a Kubla Kan. Buscar el camino del caballo como en la cultura china y encontrar el de la seda. Quedarse absorto, preguntar por qué algunos campesinos se persignan delante de un árbol sagrado como la ceiba.
Fragmentos de diversas conversaciones con Ciro Bianchi, Tomás Eloy Martínez, Eugenia Neves, Jean-Michel Fossey, Elsa Claro, Margarita García Flores y Juan Miguel de Mora
Creo que haríamos bien en concebir la filosofía únicamente como un género literario más en el que se destaca la oposición clásico-romántico.
1. Confieso, de partida, que no sé que es Latinoamérica. Geográficamente no tengo problemas: es el conjunto de países que se extienden desde México, hacia el Sur, hasta la Argentina. Creo que la Argentina y Chile incluyen también algunos pedazos de la Antártida. Entiendo también que la denominación “Latinoamérica” o “América Latina” implica una distinción idiomática: en esos países, el castellano o español y el portugués son los idiomas dominantes. Esto de “idiomas dominantes” creo que basta para no bajar muy rápido a la más concreta complejidad idiomática que, en rigor, sucede en ese territorio; complejidad que haría trizas el lado “latino” atribuido a este pedazo de América. No me cuesta tampoco entender el por qué histórico de esos países y sus idiomas dominantes. Más no sé o, mejor, no entiendo.
Lo que si entiendo es que muchos discursos han tratado de postular o imponer algún tipo de “identidad” a ese conjunto de países y sus múltiples culturas. Desde ya, ahí está el discurso geoidiomático arriba mencionado y que, por su frecuente uso, en relación a innumerables situaciones, resulta el más comprensible, aunque es más una etiqueta que un signo o un sentido. Por ahí anda también el discurso filosófico que, por vocación o principio, no ha cesado de proponer criterios para fundamentar una identidad latinoamericana, utilizando como referencia la distinción geoidiomática mencionada. Volveremos a este discurso, pues, mal que bien es parte del tema de estas notas. También tenemos un discurso político que se arma en relación al criterio de “independencia”. Aquí la identidad es algo así como una consecuencia de la ruptura con los imperios español y portugués, allá en el siglo pasado. Este discurso tiene muchas ramas —no en vano es “político”— y su variable más utilizada es la que considera a esa “independencia” como todavía incompleta y, por ahí, concurre en el ámbito de otros discursos. El discurso filosófico utiliza, a menudo, esta variable, cuando necesita subrayar, por ejemplo, su propio papel en la construcción, como se dice, de la identidad latinoamericana. Aunque debe utilizar ámbitos de referencia más amplios como el del Tercer Mundo, el discurso economicista —no quiero decir “económico” para no perder la diferencia con la ciencia— también insiste en una independencia incompleta y figura la identidad latinoamericana como una dependiente. No se sabe aquí si una independencia económica acabaría o no con este tipo de identidad. Subordinado, creo, al político hay un discurso nacionalista que busca generalizar el típico “nación” —relativo, en general, a un país— hacia el conjunto de la llamada, en este caso, “comunidad latinoamericana”. También hay un discurso endógeno que propone una identidad basada en las culturas precolombinas y sus pervivencias sociales. La cadena de montañas –quiebres más, quiebres menos— que se reconoce junto a la costa del Pacífico suele ser el hilo geográfico-referencial para esa identidad; la cadena de montañas y, por supuesto, las civilizaciones, imperios, en fin, sociedades, que ahí sucedieron y suceden. Más el literario, del que algo diré luego, estos son los discursos que, hasta donde reconozco, con mayor o menor irradiación relativa, proponen, aquí y allá, criterios, principios, argumentos, aún datos, para entender lo que es o sería una identidad latinoamericana. Muchos son más frecuentes que otros y los ámbitos de discreción son muy variables. Pero de esto último no importa mucho pues, en cada caso, nos interesaría su uso independiente de la cantidad de sus usuarios, pues, las “decisiones discursivas”, a menudo, hasta pueden individualizarse.
Debería también haber mencionado al discurso histórico pero creo que éste, cuando riguroso, es, sobretodo, un material de referencia para los otros discursos y, cuando ensayístico o especulativo, es más una gama del discurso político o del filosófico. Seguro que suceden muchos discurso más. Así como mencioné el discurso economicista, relativo a la economía, podría haber destacado un discurso sociológico o uno antropológico, relativos a la sociología o antropología respectivamente, pero, pese a algunas globalizaciones, cuando estos discursos “dicen” (algo) sobre la identidad latinoamericana y sus afines, sus proposiciones no resuenan —me parece— tanto: los antropólogos, por ejemplo, han estado más interesados en destacar, empíricamente, diferencias más que identidades parciales. Otra vez, en estos casos, diría lo mismo que a propósito de la historia: cuando rigurosos, son material referencial, cuando ensayísticos o especulativos, se los encuentra subordinados a los otros más extensivos discursos. Eso por un lado. Por otro, los discursos unificantes mencionados no suceden, por supuesto, solos y, a la larga, configuran un “caleidoscopio fractal”, digamos, donde se leen esas propuestas y sus posibles sentidos en varias dimensiones —de ahí lo de “fractal”. Como dije al principio, entiendo una buena parte de estas propuestas; lo que no entiendo es la Latinoamérica que por ahí se diseña; en otras palabras, entiendo los significados pero no los sentidos. Ahí, demasiados hechos se chorrean inexplicados, por todas partes, y con ellos se me escapan las identidades propuestas o impuestas. Hasta aquí, un grueso marco. A continuación, veamos un par de detalles relativos al discurso literario que también anda por ahí y, luego, examinaremos al discurso filosófico latinoamericano en relación al literario.
2. No olvidemos, que las “literaturas” no existen. Existen libros para ser leídos, las “literaturas” —locales, universales, temáticas— las inventan esos metalenguajes que se llaman “crítica” o “historia” literarias. Entre nos, Carlos Medinacelli inventó eso que ahora llamamos “literatura boliviana”. El discurso literario, aunque idiomático en su elaboración, carece de límites geosociopolíticos. Siempre fue un misterio para los deterministas, dicho sea de paso, entender por qué todavía se entienden, digamos, La Odisea o Las mil y una noches o La Divina Comedia o El Quijote fuera de sus ya lejanas condiciones de emisión. Las localizaciones en este discurso se apoyan en sus condiciones de producción y ahí, la figura del “autor” es, en general la decisiva. Algo ayudan las denotaciones y referencias, pero, a la larga son insignificantes: por eso Rulfo puede inventar Comala o García Márquez hablar de Macondo, Cortázar vagar con Horacio por París, Medinacelli transformar Cotagaita en San Javier de Chirca o Neruda dedicarse, simplemente, a “escribir los versos más tristes esta noche”, sin tiempo ni lugar precisos. Dada su práctica carencia de límites, al discurso literario se lo suele caracterizar por contraste: no es asertivo —Felipe Delgado camina por La Paz pero sólo en la novela Felipe Delgado (1979)—, tampoco es teórico/operativo —como las ciencias o las técnicas— ni abstracto —como la filosofía. Se dice que en él prima la imaginación y —habría que añadir— el trabajo productivo sobre su material, es decir, sobre el idioma que maneja. Se lo suele inclinar no hacia el conocimiento ni la abstracción o la utilidad sino hacia el placer. Tiene un montón de variables internas que, de acuerdo a la perspectiva, se denominan “géneros” y “movimientos”. En ese campo, la poesía podría considerarse su arquetipo, aunque los géneros menores (novela policial, de ciencia ficción y romances) son los más leídos. También se subrayan sus vínculos con la escritura, aunque se reconoce la posibilidad de las “literaturas orales”, lugar donde este discurso se entrevera con el discurso mítico. El literario es un discurso poco o nada “discreto”, es decir, anda por todas partes y sus sentidos dependen, sobretodo, de sus lectores. Por eso, dicho sea de paso, porque dependen de sus lectores y no de sus condiciones de producción, muchas (viejas) obras literarias todavía siguen vigentes. La literatura latinoamericana se ha armado, como todas las locales, de acuerdo a los autores de la zona geográfica y, en general, los trabajos al respecto todavía se limitan a los productos en castellano; curiosamente, cuando algún estudio incluye al portugués, se inscribe con la categoría de “literatura iberoamericana”. Pese a esa fractura en relación al modelo general de “Latinoamérica”, el fragmento “hispanoamericano”, como también se dice, ha logrado constituirse discursivamente, es decir, muchos de sus productos han logrado ser decisivos local y hasta universalmente. En lo que nos ocupa, esa capacidad de decisión todavía no ha aparecido en las prácticas filosóficas en o de Latinoamérica.
Todo discurso tiene “momentos decisivos”, decíamos. Son momentos de constitución, de renovación o ruptura (internos). No hay que exagerar sus alcances, aunque los locutores, es decir, los usuarios de los discursos suelen extremar las constituciones, renovaciones y rupturas —de ahí los “Manifiestos” que nunca faltan en lo que se llama la “política literaria”. No sé si soy un poco sordo, pero, en filosofía, en el discurso filosófico, ese tipo de actos discursivos —las decisiones— no suceden en la América Latina, todavía suceden en Europa, por así decirlo. En otras palabras, poco o nada sucede filosóficamente por aquí. Todavía. Tal vez algo sucede “latinoamerísticamente” —por el lado del adjetivo— pero no filosóficamente —por el lado del sustantivo. En cambio, el discurso literario en América Latina sí ha alterado, por lo menos en castellano, el uso general del mismo: España incluida. El primer “momento decisivo” del discurso literario en castellano, producido en América Latina, se llama Rubén Darío y su irradiación se conoce como el “modernismo”. Eso arranca a fines del siglo XIX y, aunque esta decisión alteró sin retorno el uso del lenguaje en español —hasta el al principio rebelde Franz Tamayo acabó siendo un decidido modernista— el propio Darío alcanzó a reconocer sus límites en el ya (también) clásico “Yo soy aquél que ayer nomás decía el verso azul y la canción profana” que inaugura los Cantos de vida y esperanza (1905). Por sus ecos en la filosofía, podríamos subrayar, en otro momento decisivo del discurso literario en América Latina y que se irradia mundialmente allá por los años 60: es el momento que podemos denominar Jorge Luis Borges. Paralelamente, como se sabe, explota mundialmente la novela latinoamericana; pero es Borges quien nos interesa como referencia discursiva. Agotaríamos varias sesiones de este Seminario comentando los actuales alcances de la obra de Borges en la literatura universal. Como un espejo de esa resonancia, no por casualidad, el amplio Diccionario Enciclopédico Grijalbo (1986), por ejemplo, se abre como un “Prefacio” explícitamente solicitado a Borges. Ya en la propia literatura y últimamente, la célebre novela El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco puede considerarse, sin mayores problemas, borgeana. El propio Eco destaca ese eco en sus posteriores Apostillas a “El nombre de la rosa” (1983). En estos casos, si me dejo entender, la flecha discursiva —constitutiva, renovadora o de ruptura, el tiempo lo dirá— parte de América Latina y sacude el discurso literario universal. Otra flecha que anda alterando el discurso literario, y que sale de estos lares, es César Vallejo. No entro en detalles, pero abran sus oídos y escucharán más y más resonancias vallejianas en todo el mundo.
3. No conozco —ni escucho— nada en la filosofía latinoamericana que no sólo haya “decidido” en su forma discursiva —las decisiones en este discurso, reitero, se producen en el ámbito constitutivo de ese discurso, en Europa (en la Metafísica, diría Heidegger, en el Logos, diría Derrida, en el poder, diría Foucault)— sino, menos, que haya alterado la (supuesta) universalidad de sus proposiciones; en cambio, la literatura latinoamericana sí ha podido decidir en su forma discursiva (Darío, Vallejo) y, más aún, ha sido parte de una ruptura en el discurso filosófico tout court (Borges). Mi conclusión es la prologal: los alcances de los sentidos propuestos en la filosofía latinoamericana son prácticamente nulos; en cambio, la literatura latinoamericana habría demostrado ser capaz de pensar —perdonen la irreverencia— mucho mejor, es decir, su producción de sentidos es no sólo ya independiente sino también ha sido decisiva hasta en filosofía. La moraleja de esta conjetura es que, hoy en día, para poder pensar hay que hacerlo literariamente —fictiva, ficticiamente— y que quizás, por ahí, habría que anudar o desanudar eso que se anda llamando “Latinoamérica”.
Jorge Komadina